«La guerra secreta por las Malvinas».

Guerra de Malvinas 1982

«La guerra secreta por las Malvinas».

«La Argentina estuvo a punto de ganar la guerra»

La Nación Line, Domingo 19 de octubre de 1997, Buenos Aires, Argentina.

Entrevista a Nigel West, autor de «La guerra secreta por las Malvinas».
«La Argentina estuvo a punto de ganar la guerra»

Por Graciela Iglesias

Considerado el historiador no oficial de los servicios secretos británicos, West dice que las fuerzas argentinas, de no haber estado conducidas por «analfabetos» en materia estratégica, podrían haber salido victoriosas tras el hundimiento del Atlantic Conveyor. «Pero cometieron demasiados errores».

Camisa y pantalones de jeans, melena larga… Hay algo en Nigel West que recuerda al personaje de la serie televisiva de los años setenta Jason King.
Como él, es un escritor que se ocupa de historias de espionaje, anda siempre en compañía de agentes secretos, maneja un Jaguar y tiene bien ganada fama de seductor.
Pero si Jason King, con sus bigotes y pantalones palazzo, terminó convirtiéndose en un chiste, a Nigel West hay que tomarlo en serio. Y no sólo por su pasado político.
«¿De qué carrera política me habla? Tenemos para diez años de oposición y ya estoy viejo para estar esperando -señaló con la sonrisa del que sabe que exxagera-. Si entré en política fue para ser útil, para marcar una diferencia. En la oposición y con un gobierno que tiene una mayoría aplastante, no se puede hacer nada.»
No hay rastros de resignación en sus palabras. Rupert Allason, su nombre de cuna, ha decidido que hay algo más interesante que los debates en Westminster. Y ese algo es la literatura.
Ahora está escribiendo sobre un episodio de la Guerra Fría («leyendo documentos rusos traducidos al alemán y de allí al inglés, lo cual es un peligro»). Hablar de su último libro, La guerra secreta por las Malvinas, fue retroceder en el tiempo, pero con el gusto de quien se toma un largo recreo antes de regresar a la máquina de escribir.
En el living de su casa de Londres, un edificio terrace de tres pisos a pasos de la estación Victoria, West se sometió con increíble paciencia a una hora y media de interrogatorio inaugurado con la más obvia de las preguntas.

-¿Qué lo llevó a escribir sobre Malvinas?
-Al final de una charla que yo di sobre Inteligencia, ante una audiencia muy variada, un hombre se me acercó y me dijo que estaba muy interesado en lo que yo tenía para decir sobre el «factor sorpresa». El centro de mi argumento era que no contar con un buen servicio de inteligencia significa terminar en un baño de sangre. Si uno es sorprendido, se termina en guerra.
Esto pasó en Corea, la Guerra de los Seis Días, Afganistán y la Guerra del Golfo. La Inteligencia salva vidas. Este hombre me preguntó por qué no había mencionado a Malvinas entre los fracasos de Inteligencia. Entonces le dije que el tema me fascinaba, pero que realmente no sabía mucho, y le aclaré que nunca escribo sobre cosas que han pasado en los últimos diez años -por eso no escribo sobre el conflicto de Irlanda del Norte o el terrorismo en general-, y aplico este principio por una simple razón: no quiero tener en mi conciencia la muerte de alguien. El tiempo protege a la gente. Pero él me hizo notar que habían pasado más de diez años y me suministró unos datos que me pusieron en camino.
-¿Esa persona era el coronel Stephen Love?
-Sí, el attaché de Defensa de la embajada británica en la Argentina antes de la guerra. El me pasó parte de la evidencia que había dado a lord Franks (N. de la R.: el magistrado que presidió la investigación oficial de la actuación británica en el conflicto). Pasé ese verano leyendo lo más que pude sobre la Guerra de las Malvinas, pero cada vez que terminaba un libro me encontraba con más preguntas que respuestas. Entonces decidí ir a Brasil, porque me dio la impresión de que ese país había jugado una parte en el conflicto que hasta ahora no se había dado a conocer. Por medio de un amigo común hice contacto con el capitán Carlos Doglieli, que me ayudó muchísimo poniéndome en contacto con gente y ayudándome a ser objetivo. Fui también a la Argentina y a Chile porque me dio la impresión de que algo también había ocurrido allí que hasta entonces no se sabía. Volví a Inglaterra y me enteré de lo que ya sospechaba: la operación de la SAS en Río Grande. Además, entrevisté a algunas personas más, incluido uno de los agentes envueltos en la operación de desvío de las compras de Exocet por parte de los argentinos, y el libro se escribió solo. Dos años de investigación, dos meses de escritura.
-¿Puede decirnos quién fue ese agente?
-Fue un agente que se había puesto en contacto conmigo un par de años antes, porque tenía problemas para que el Servicio de Inteligencia Secreto británico (SIS) le pagara parte de los gastos en los que había incurrido, y a quien yo, como parlamentario, pude darle una mano. Cuando empecé a trabajar en el libro lo llamé. Aceptó retribuirme el favor de inmediato.
-En la lista de agradecimientos usted menciona al contralmirante David Puivertaft, del D-Notice Committee (comité integrado por representantes de las fuerzas armadas y del gobierno, que advierte a las publicaciones sobre la posible violación de un secreto de Estado). ¿Fue una forma elegante de decir que tuvo que eliminar algunos datos del libro?
-Sí. Como no quiero hacerle daño a nadie, siempre remito a los servicios secretos y a todos los que entrevisto el resultado de mi trabajo antes de publicarlo. Si hay algo que odio es que me escriban para decirme lo mal que interpreté lo que me contaron. En esta ocasión, al D-Notice Committee lo preocupaba que diera los nombres de quienes participaron en la operación de la SAS. Por eso puse los nombres de pila y sólo la inicial de los apellidos.
También me pidieron que cambiara, no el contenido, pero sí el énfasis en un par de cosas más.
-¿Le pidieron que cambiara alguna fecha, por ejemplo?
-No, y yo tampoco lo habría aceptado.
-Le digo esto porque una de las personas que menciona, el capitán del navío mercante Río de la Plata, Carlos Benchetrit, hizo llegar una carta de lectores en la que aseguraba que el primer mensaje que envió a Inteligencia Naval argentina fue el 23 de abril de 1982, mientras que usted indica que un equipo de interceptación británico en Ascensión captó esa comunicación cinco días antes.
-Hmm… Así que él admite que trabajaba para Inteligencia Naval… Lo único que puedo decir es que si yo puse esa fecha fue porque me lo dijeron así. Y la fuente es confiable.
-Usted revela en detalle la intervención de varios países en favor del lado británico, con los Estados Unidos a la cabeza.
-Los norteamericanos actuaron en una forma muy previsible. Lo que a mí me sorprendió, en realidad, es que no hayan hecho más. El hecho de que el jefe del área latinoamericana de la CIA, Vinx Blocker, estuviera nada menos que en Langley, sede de la CIA en Virginia, en el momento de la invasión argentina, resulta increíble.
-En su libro menciona muy poco a Alexander Haig, aun cuando él era el principal consejero en materia de seguridad de la Casa Blanca.
-Fue a propósito: éste no es un libro político. Haig escribió su libro, la señora Thatcher también. Hay una enorme cantidad de obras sobre la guerra en sí. Yo quería que quedara muy en claro que no estoy en condiciones de escribir sobre la diplomacia secreta o los actos de guerra. Los que estuvieron involucrados pueden hacerlo; yo no.
-La certeza de los norteamericanos sobre una ayuda de Moscú a los argentinos despierta todo tipo de preguntas sobre lo que Washington realmente sabía de lo que hacían los soviéticos.
-O, mejor dicho, de lo que no hacían, porque en el caso de Malvinas los soviéticos no tuvieron nada que ver. Estoy convencido de eso por más que nunca logré hablar con el delegado del KGB en Buenos Aires. Primero se negó a hablarme y después, ya estando en Moscú, me dijo que estaba enfermo. Pero logré obtener la versión de cómo monitoreaban todo desde Londres por medio de Oleg Gordievsky, el doble agente que desertó poco antes de la caída del muro de Berlín. Y era un desastre. No sólo no avisaron a Moscú de la invasión hasta dos días más tarde, sino que, hasta el final, aseguraban que los británicos jamás ganarían.
-También menciona el caso de un ingeniero alemán que colaboró con las fuerzas argentinas en Malvinas. ¿Fue una cuestión personal o cree que Alemania occidental estaba al tanto de esa ayuda?
-Creo que fue algo totalmente personal.
-Los australianos, neozelandeses y hasta los canadienses surgen como claros colaboradores del lado británico. Usted cuenta el caso de un canadiense a quien se le permitió hacer llamados todos los días desde una cabina telefónica en Puerto Stanley a su embajada en Buenos Aires. ¿Esto no contrasta con los alegatos de maltrato que los malvinenses aseguran haber sufrido de parte de las fuerzas de ocupación argentinas?
-Yo no fui a las islas, no sé lo que es vivir bajo ocupación y tampoco me interesó estudiar ese período. Pero lo que sí espero haber podido demostrar es que no era cierto un alegato de los malvinenses según el cual los argentinos habían utilizado un buque hospital para transportar la segunda carga de Exocet a las islas. Porque no podían entender cómo los argentinos habían logrado llevarlos sin que se notara. Sé que localmente se hizo rodar ese rumor, pero es falso. Por toda la evidencia que recogí de la gente que estuvo envuelta en la operación, explicándome paso a paso cómo lo hicieron, estoy seguro de que utilizaron un barco de guerra.
-¿Por qué cree que Galtieri decidió el 26 de marzo lanzar la invasión, cuando los planes ya estaban listos desde noviembre anterior y se sabe que, de haber esperado hasta la próxima primavera, habría contado con más armamentos y material logístico?
-Es uno de los grandes misterios de este siglo. Diplomáticos norteamericanos me dijeron que era difícil encontrarlo sobrio. No sé qué argumentos racionales pudo haber presentado a la Junta (de comandantes). Incluso los analistas en Londres llegaron a una conclusión: de haber esperado hasta octubre o noviembre, Gran Bretaña no habría tenido oportunidad alguna. Para entonces, habríamos desmantelado gran parte de la flota y los Exocet franceses ya habrían sido entregados a Buenos Aires…
-Es difícil creer que fue la decisión de un solo hombre.
-Sí, y tampoco puedo explicar eso. Como tampoco puedo explicar que tres días después de la invasión hayan consultado al mayor Doglieli, experto en asuntos militares británicos, sobre el impacto que tendría en Gran Bretaña.
Yo creo que en el fondo hubo una combinación de malos cálculos. Creyeron que los soviéticos vetarían la posición británica en las Naciones Unidas, pensaron que los norteamericanos no harían nada y que Gran Bretaña no reaccionaría. Y todos éstos no son juicios militares, sino políticos, realizados por gente de la que se podría haber esperado que conociera la situación internacional, especialmente cuando algunos se habían educado en Oxford y Harvard.
-Usted dice que las fuerzas argentinas se vieron alentadas a hundir el buque Invincible al saber que el príncipe Andrés estaba a bordo. Pero en Buenos Aires se decía justamente lo contrario: nadie quería tocarlo por miedo a un escalamiento de la guerra.
-Lo que puedo decirle es que recibí la impresión, muy fuerte, de que las naves madres (Capital Vessels) eran el principal objetivo de las fuerzas argentinas. Y en términos racionales esto no se explica, porque deberían ser las últimas en ser atacadas. Hasta el más lego en el tema sabe que lo importante es hundir las naves de suministro y de apoyo logístico. Es una locura ir tras las naves madres cuando éstas pueden defenderse bien y, por el contrario, no pueden hacer nada sin aprovisionamientos. Su único propósito es, justamente, defender las naves de suministro. Es un papel defensivo, no necesariamente de ataque. Cuando hundieron el Atlantic Conveyor estuvieron muy cerca de ganar la guerra. Hubieran atacado uno o dos buques más de la marina mercante y estábamos terminados. Por eso, a mí se me ocurren sólo dos explicaciones: una es que las fuerzas argentinas estuvieran dirigidas por «analfabetos» en términos estratégicos. La segunda, que buscaran algo con «valor de propaganda». ¿Y qué mejor, entonces, que hundir el barco con el duque de York adentro? Eliminar una figura de esa envergadura hubiera tirado la moral, no sólo de la flota, sino también del
público británico.
-Hablemos del sabotaje a los intentos de compra de Exocet por parte de los argentinos. ¿Cuál de todas las posibles causas de muerte de Roberto Calvi usted favorece? ¿Suicidio, asesinato por parte de los servicios secretos británicos o por una unidad argentina operando en Londres?
-Los servicios secretos británicos, que yo sepa, no se ocupan de asesinar a nadie. Pero lo que sí puedo decir es que le hicieron la vida muy difícil a Calvi. Sus contactos en la City de Londres sin duda sirvieron para que Middland Bank retirara el préstamo al Banco Ambrosiano. Pero, genuinamente, no sé todavía si se suicidó o lo mataron.
-¿Sus investigaciones hacia dónde lo inclinan?
-Hacia un suicidio. Tenía muchísimas razones. Usted no puede imaginarse por las cosas que pasó este hombre antes de morir. El Ambrosiano estaba asfixiado en deudas; el préstamo del Middland había desaparecido; acababa de salir de prisión, donde había tratado de cortarse las venas; la semana anterior, su secretaria se había matado tirándose de una ventana, y los argentinos acababan de rendirse poniendo fin a la última operación financiera que podía salvarlo. La policía hizo, además, un excelente trabajo logrando comparar el polvo que recogieron de la suela de sus zapatos con el muro de una obra distante unas diez cuadras del puente desde el cual se arrojó. El tenía los bolsillos cargados de ladrillos que aparentemente recogió de la obra tras saltar ese muro. En cuanto a la posibilidad de una venganza o silenciamiento por parte de una unidad argentina, si bien yo no tengo noticias de que haya habido una en actividad en Londres, sí sé que la había en Montevideo y, según me han dicho, eran capaces de hacer cualquier cosa. Pero, insisto, lo de Calvi es un misterio.
-Su libro da la sensación de que la única acción adecuada de Inteligencia por parte de los británicos en relación con Malvinas fue la Operación Journeyman, ordenada en 1977 no por un gobierno tory, sino por el laborista de Callaghan.
-Sí. Y no es raro, porque si uno le pregunta a los militares cuál fue el mejor ministro de Defensa que han tenido, la respuesta es siempre: «El laborista Denis Healey». Al contrario de lo que la gente cree, los laboristas siempre tuvieron una relación mejor con los medios castrenses que los tories.
-¿Usted cree que una Operación Journeyman II hubiera evitado la guerra?
-Sí. Las fuerzas armadas argentinas no habrían participado de una misión que involucraba una importante acción anfibia si hubieran tenido un submarino británico -quizá con capacidad nuclear- y dos fragatas en la zona. Es posible que la amenaza argentina de 1977 no haya sido tal. Yo siempre me he preguntado si las naves argentinas no estaban dirigiéndose a Chile más que a Malvinas. Pero la Inteligencia entonces cumplió bien su papel al permitir el desplazamiento de una acción disuasiva. Esto faltó en 1982 y fue de allí que surgió el drama.

Pragmatismo british

A Nigel West, británico hasta para mirar y buen conservador, no le resulta ni irónico ni paradójico que haya sido justamente Margaret Thatcher la que rompió el aislamiento impuesto por el laborismo al régimen de Pinochet y que trabajara con él para defender a las islas de la «dictadura argentina».
«Yo creo -dice escuetamente y muy convencido- que Gran Bretaña fue a la guerra por una cuestión de principios. Pero, al mismo tiempo, fue sumamente conveniente tener a los chilenos de nuestro lado. Hay que ser pragmáticos.»

Perfil

Cuando le preguntan cuál es su verdadera identidad, contesta: «Rupert William Simon Allason trabaja para Nigel West». El primero -Rupert- fue parlamentario conservador desde 1987 hasta abril último, cuando perdió por escasos votos su asiento como representante de Torbay, capital de la «Costa Azul inglesa». Al segundo -Nigel- lo llaman «el historiador no oficial de los servicios secretos». Un eufemismo muy británico.
Tiene 46 años, su familia está formada por su esposa y dos hijos. Su padre, James Harry Allason, es un teniente coronel retirado con altos honores que se convirtió en parlamentario conservador para luego ser secretario privado del ministro de Guerra, entre 1960 y 1964. Los dos son miembros de los clubes Whitets de las Fuerzas Especiales y del Royal Yacht Squadron.
Rupert estudió en las universidades de Londres y Grenoble. Trabajó como voluntario en la policía (Special Constable) y en diferentes departamentos de la BBC TV. Se postuló por primera vez como candidato tory en las elecciones de 1979, que iniciaron la era Thatcher. Sufrió dos derrotas en distintas circunscripciones, antes de sumarse al último Parlamento de la Dama de Hierro, con la que nunca tuvo una relación afectuosa. Lo consideraba «demasiado rebelde». Tampoco se llevó bien con John Major, muy débil para su gusto.
Escribió 17 ensayos y cuatro obras de ficción (entre ellas, Asesinato en la Casa de los Comunes y Asesinato en la Casa de los Lores). Su fuerte son las historias controvertidas, en las que MI-5 y MI-6 salen bien parados y los funcionarios, ensuciados. En 1982, la fiscalía británica hizo detener momentáneamente la publicación de Una cuestión de confianza: MI-5, 1945-1972.
«West logró poner sus manos en un material bastante radiactivo», dijo el Evening Standard de su libro Los amigos: las operaciones de la inteligencia secreta británica de la posguerra. El suplemento literario de The Times consideró «un clásico del espionaje» su obra Garbo, y el Manchester Evening News sostuvo que Testigos no confiables es «mucho más atrapante que cualquier novela de Frederick Forsyth o de John Le Carré».
Ahora dice que se dedica exclusivamente a la literatura. La política, afirma, «dejó de ser incluso un pasatiempo»

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