«La guerra secreta por las Malvinas».
«La Argentina estuvo a punto de ganar la guerra»
La Nación Line, Domingo 19 de octubre de 1997, Buenos Aires, Argentina.
Entrevista a Nigel West, autor de «La guerra secreta por las Malvinas».
«La Argentina estuvo a punto de ganar la guerra»
Por Graciela Iglesias
Considerado el historiador no oficial de los servicios secretos británicos, West dice que las fuerzas argentinas, de no haber estado conducidas por «analfabetos» en materia estratégica, podrían haber salido victoriosas tras el hundimiento del Atlantic Conveyor. «Pero cometieron demasiados errores».
Camisa y pantalones de jeans,
melena larga… Hay algo en Nigel West que recuerda al personaje de la
serie televisiva de los años setenta Jason King.
Como él, es un
escritor que se ocupa de historias de espionaje, anda siempre en
compañía de agentes secretos, maneja un Jaguar y tiene bien ganada fama
de seductor.
Pero si Jason King, con sus bigotes y pantalones
palazzo, terminó convirtiéndose en un chiste, a Nigel West hay que
tomarlo en serio. Y no sólo por su pasado político.
«¿De qué carrera
política me habla? Tenemos para diez años de oposición y ya estoy viejo
para estar esperando -señaló con la sonrisa del que sabe que exxagera-.
Si entré en política fue para ser útil, para marcar una diferencia. En
la oposición y con un gobierno que tiene una mayoría aplastante, no se
puede hacer nada.»
No hay rastros de resignación en sus palabras.
Rupert Allason, su nombre de cuna, ha decidido que hay algo más
interesante que los debates en Westminster. Y ese algo es la literatura.
Ahora
está escribiendo sobre un episodio de la Guerra Fría («leyendo
documentos rusos traducidos al alemán y de allí al inglés, lo cual es un
peligro»). Hablar de su último libro, La guerra secreta por las
Malvinas, fue retroceder en el tiempo, pero con el gusto de quien se
toma un largo recreo antes de regresar a la máquina de escribir.
En
el living de su casa de Londres, un edificio terrace de tres pisos a
pasos de la estación Victoria, West se sometió con increíble paciencia a
una hora y media de interrogatorio inaugurado con la más obvia de las
preguntas.
-¿Qué lo llevó a escribir sobre Malvinas?
-Al final
de una charla que yo di sobre Inteligencia, ante una audiencia muy
variada, un hombre se me acercó y me dijo que estaba muy interesado en
lo que yo tenía para decir sobre el «factor sorpresa». El centro de mi
argumento era que no contar con un buen servicio de inteligencia
significa terminar en un baño de sangre. Si uno es sorprendido, se
termina en guerra.
Esto pasó en Corea, la Guerra de los Seis Días,
Afganistán y la Guerra del Golfo. La Inteligencia salva vidas. Este
hombre me preguntó por qué no había mencionado a Malvinas entre los
fracasos de Inteligencia. Entonces le dije que el tema me fascinaba,
pero que realmente no sabía mucho, y le aclaré que nunca escribo sobre
cosas que han pasado en los últimos diez años -por eso no escribo sobre
el conflicto de Irlanda del Norte o el terrorismo en general-, y aplico
este principio por una simple razón: no quiero tener en mi conciencia la
muerte de alguien. El tiempo protege a la gente. Pero él me hizo notar
que habían pasado más de diez años y me suministró unos datos que me
pusieron en camino.
-¿Esa persona era el coronel Stephen Love?
-Sí,
el attaché de Defensa de la embajada británica en la Argentina antes de
la guerra. El me pasó parte de la evidencia que había dado a lord
Franks (N. de la R.: el magistrado que presidió la investigación oficial
de la actuación británica en el conflicto). Pasé ese verano leyendo lo
más que pude sobre la Guerra de las Malvinas, pero cada vez que
terminaba un libro me encontraba con más preguntas que respuestas.
Entonces decidí ir a Brasil, porque me dio la impresión de que ese país
había jugado una parte en el conflicto que hasta ahora no se había dado a
conocer. Por medio de un amigo común hice contacto con el capitán
Carlos Doglieli, que me ayudó muchísimo poniéndome en contacto con gente
y ayudándome a ser objetivo. Fui también a la Argentina y a Chile
porque me dio la impresión de que algo también había ocurrido allí que
hasta entonces no se sabía. Volví a Inglaterra y me enteré de lo que ya
sospechaba: la operación de la SAS en Río Grande. Además, entrevisté a
algunas personas más, incluido uno de los agentes envueltos en la
operación de desvío de las compras de Exocet por parte de los
argentinos, y el libro se escribió solo. Dos años de investigación, dos
meses de escritura.
-¿Puede decirnos quién fue ese agente?
-Fue un
agente que se había puesto en contacto conmigo un par de años antes,
porque tenía problemas para que el Servicio de Inteligencia Secreto
británico (SIS) le pagara parte de los gastos en los que había
incurrido, y a quien yo, como parlamentario, pude darle una mano. Cuando
empecé a trabajar en el libro lo llamé. Aceptó retribuirme el favor de
inmediato.
-En la lista de agradecimientos usted menciona al
contralmirante David Puivertaft, del D-Notice Committee (comité
integrado por representantes de las fuerzas armadas y del gobierno, que
advierte a las publicaciones sobre la posible violación de un secreto de
Estado). ¿Fue una forma elegante de decir que tuvo que eliminar algunos
datos del libro?
-Sí. Como no quiero hacerle daño a nadie, siempre
remito a los servicios secretos y a todos los que entrevisto el
resultado de mi trabajo antes de publicarlo. Si hay algo que odio es que
me escriban para decirme lo mal que interpreté lo que me contaron. En
esta ocasión, al D-Notice Committee lo preocupaba que diera los nombres
de quienes participaron en la operación de la SAS. Por eso puse los
nombres de pila y sólo la inicial de los apellidos.
También me pidieron que cambiara, no el contenido, pero sí el énfasis en un par de cosas más.
-¿Le pidieron que cambiara alguna fecha, por ejemplo?
-No, y yo tampoco lo habría aceptado.
-Le
digo esto porque una de las personas que menciona, el capitán del navío
mercante Río de la Plata, Carlos Benchetrit, hizo llegar una carta de
lectores en la que aseguraba que el primer mensaje que envió a
Inteligencia Naval argentina fue el 23 de abril de 1982, mientras que
usted indica que un equipo de interceptación británico en Ascensión
captó esa comunicación cinco días antes.
-Hmm… Así que él admite
que trabajaba para Inteligencia Naval… Lo único que puedo decir es que
si yo puse esa fecha fue porque me lo dijeron así. Y la fuente es
confiable.
-Usted revela en detalle la intervención de varios países en favor del lado británico, con los Estados Unidos a la cabeza.
-Los
norteamericanos actuaron en una forma muy previsible. Lo que a mí me
sorprendió, en realidad, es que no hayan hecho más. El hecho de que el
jefe del área latinoamericana de la CIA, Vinx Blocker, estuviera nada
menos que en Langley, sede de la CIA en Virginia, en el momento de la
invasión argentina, resulta increíble.
-En su libro menciona muy poco
a Alexander Haig, aun cuando él era el principal consejero en materia
de seguridad de la Casa Blanca.
-Fue a propósito: éste no es un libro
político. Haig escribió su libro, la señora Thatcher también. Hay una
enorme cantidad de obras sobre la guerra en sí. Yo quería que quedara
muy en claro que no estoy en condiciones de escribir sobre la diplomacia
secreta o los actos de guerra. Los que estuvieron involucrados pueden
hacerlo; yo no.
-La certeza de los norteamericanos sobre una ayuda de
Moscú a los argentinos despierta todo tipo de preguntas sobre lo que
Washington realmente sabía de lo que hacían los soviéticos.
-O, mejor
dicho, de lo que no hacían, porque en el caso de Malvinas los
soviéticos no tuvieron nada que ver. Estoy convencido de eso por más que
nunca logré hablar con el delegado del KGB en Buenos Aires. Primero se
negó a hablarme y después, ya estando en Moscú, me dijo que estaba
enfermo. Pero logré obtener la versión de cómo monitoreaban todo desde
Londres por medio de Oleg Gordievsky, el doble agente que desertó poco
antes de la caída del muro de Berlín. Y era un desastre. No sólo no
avisaron a Moscú de la invasión hasta dos días más tarde, sino que,
hasta el final, aseguraban que los británicos jamás ganarían.
-También
menciona el caso de un ingeniero alemán que colaboró con las fuerzas
argentinas en Malvinas. ¿Fue una cuestión personal o cree que Alemania
occidental estaba al tanto de esa ayuda?
-Creo que fue algo totalmente personal.
-Los
australianos, neozelandeses y hasta los canadienses surgen como claros
colaboradores del lado británico. Usted cuenta el caso de un canadiense a
quien se le permitió hacer llamados todos los días desde una cabina
telefónica en Puerto Stanley a su embajada en Buenos Aires. ¿Esto no
contrasta con los alegatos de maltrato que los malvinenses aseguran
haber sufrido de parte de las fuerzas de ocupación argentinas?
-Yo no
fui a las islas, no sé lo que es vivir bajo ocupación y tampoco me
interesó estudiar ese período. Pero lo que sí espero haber podido
demostrar es que no era cierto un alegato de los malvinenses según el
cual los argentinos habían utilizado un buque hospital para transportar
la segunda carga de Exocet a las islas. Porque no podían entender cómo
los argentinos habían logrado llevarlos sin que se notara. Sé que
localmente se hizo rodar ese rumor, pero es falso. Por toda la evidencia
que recogí de la gente que estuvo envuelta en la operación,
explicándome paso a paso cómo lo hicieron, estoy seguro de que
utilizaron un barco de guerra.
-¿Por qué cree que Galtieri decidió el
26 de marzo lanzar la invasión, cuando los planes ya estaban listos
desde noviembre anterior y se sabe que, de haber esperado hasta la
próxima primavera, habría contado con más armamentos y material
logístico?
-Es uno de los grandes misterios de este siglo.
Diplomáticos norteamericanos me dijeron que era difícil encontrarlo
sobrio. No sé qué argumentos racionales pudo haber presentado a la Junta
(de comandantes). Incluso los analistas en Londres llegaron a una
conclusión: de haber esperado hasta octubre o noviembre, Gran Bretaña no
habría tenido oportunidad alguna. Para entonces, habríamos desmantelado
gran parte de la flota y los Exocet franceses ya habrían sido
entregados a Buenos Aires…
-Es difícil creer que fue la decisión de un solo hombre.
-Sí,
y tampoco puedo explicar eso. Como tampoco puedo explicar que tres días
después de la invasión hayan consultado al mayor Doglieli, experto en
asuntos militares británicos, sobre el impacto que tendría en Gran
Bretaña.
Yo creo que en el fondo hubo una combinación de malos
cálculos. Creyeron que los soviéticos vetarían la posición británica en
las Naciones Unidas, pensaron que los norteamericanos no harían nada y
que Gran Bretaña no reaccionaría. Y todos éstos no son juicios
militares, sino políticos, realizados por gente de la que se podría
haber esperado que conociera la situación internacional, especialmente
cuando algunos se habían educado en Oxford y Harvard.
-Usted dice que
las fuerzas argentinas se vieron alentadas a hundir el buque Invincible
al saber que el príncipe Andrés estaba a bordo. Pero en Buenos Aires se
decía justamente lo contrario: nadie quería tocarlo por miedo a un
escalamiento de la guerra.
-Lo que puedo decirle es que recibí la
impresión, muy fuerte, de que las naves madres (Capital Vessels) eran el
principal objetivo de las fuerzas argentinas. Y en términos racionales
esto no se explica, porque deberían ser las últimas en ser atacadas.
Hasta el más lego en el tema sabe que lo importante es hundir las naves
de suministro y de apoyo logístico. Es una locura ir tras las naves
madres cuando éstas pueden defenderse bien y, por el contrario, no
pueden hacer nada sin aprovisionamientos. Su único propósito es,
justamente, defender las naves de suministro. Es un papel defensivo, no
necesariamente de ataque. Cuando hundieron el Atlantic Conveyor
estuvieron muy cerca de ganar la guerra. Hubieran atacado uno o dos
buques más de la marina mercante y estábamos terminados. Por eso, a mí
se me ocurren sólo dos explicaciones: una es que las fuerzas argentinas
estuvieran dirigidas por «analfabetos» en términos estratégicos. La
segunda, que buscaran algo con «valor de propaganda». ¿Y qué mejor,
entonces, que hundir el barco con el duque de York adentro? Eliminar una
figura de esa envergadura hubiera tirado la moral, no sólo de la flota,
sino también del
público británico.
-Hablemos del sabotaje a los
intentos de compra de Exocet por parte de los argentinos. ¿Cuál de
todas las posibles causas de muerte de Roberto Calvi usted favorece?
¿Suicidio, asesinato por parte de los servicios secretos británicos o
por una unidad argentina operando en Londres?
-Los servicios secretos
británicos, que yo sepa, no se ocupan de asesinar a nadie. Pero lo que
sí puedo decir es que le hicieron la vida muy difícil a Calvi. Sus
contactos en la City de Londres sin duda sirvieron para que Middland
Bank retirara el préstamo al Banco Ambrosiano. Pero, genuinamente, no sé
todavía si se suicidó o lo mataron.
-¿Sus investigaciones hacia dónde lo inclinan?
-Hacia
un suicidio. Tenía muchísimas razones. Usted no puede imaginarse por
las cosas que pasó este hombre antes de morir. El Ambrosiano estaba
asfixiado en deudas; el préstamo del Middland había desaparecido;
acababa de salir de prisión, donde había tratado de cortarse las venas;
la semana anterior, su secretaria se había matado tirándose de una
ventana, y los argentinos acababan de rendirse poniendo fin a la última
operación financiera que podía salvarlo. La policía hizo, además, un
excelente trabajo logrando comparar el polvo que recogieron de la suela
de sus zapatos con el muro de una obra distante unas diez cuadras del
puente desde el cual se arrojó. El tenía los bolsillos cargados de
ladrillos que aparentemente recogió de la obra tras saltar ese muro. En
cuanto a la posibilidad de una venganza o silenciamiento por parte de
una unidad argentina, si bien yo no tengo noticias de que haya habido
una en actividad en Londres, sí sé que la había en Montevideo y, según
me han dicho, eran capaces de hacer cualquier cosa. Pero, insisto, lo de
Calvi es un misterio.
-Su libro da la sensación de que la única
acción adecuada de Inteligencia por parte de los británicos en relación
con Malvinas fue la Operación Journeyman, ordenada en 1977 no por un
gobierno tory, sino por el laborista de Callaghan.
-Sí. Y no es raro,
porque si uno le pregunta a los militares cuál fue el mejor ministro de
Defensa que han tenido, la respuesta es siempre: «El laborista Denis
Healey». Al contrario de lo que la gente cree, los laboristas siempre
tuvieron una relación mejor con los medios castrenses que los tories.
-¿Usted cree que una Operación Journeyman II hubiera evitado la guerra?
-Sí.
Las fuerzas armadas argentinas no habrían participado de una misión que
involucraba una importante acción anfibia si hubieran tenido un
submarino británico -quizá con capacidad nuclear- y dos fragatas en la
zona. Es posible que la amenaza argentina de 1977 no haya sido tal. Yo
siempre me he preguntado si las naves argentinas no estaban dirigiéndose
a Chile más que a Malvinas. Pero la Inteligencia entonces cumplió bien
su papel al permitir el desplazamiento de una acción disuasiva. Esto
faltó en 1982 y fue de allí que surgió el drama.
Pragmatismo british
A
Nigel West, británico hasta para mirar y buen conservador, no le
resulta ni irónico ni paradójico que haya sido justamente Margaret
Thatcher la que rompió el aislamiento impuesto por el laborismo al
régimen de Pinochet y que trabajara con él para defender a las islas de
la «dictadura argentina».
«Yo creo -dice escuetamente y muy
convencido- que Gran Bretaña fue a la guerra por una cuestión de
principios. Pero, al mismo tiempo, fue sumamente conveniente tener a los
chilenos de nuestro lado. Hay que ser pragmáticos.»
Perfil
Cuando
le preguntan cuál es su verdadera identidad, contesta: «Rupert William
Simon Allason trabaja para Nigel West». El primero -Rupert- fue
parlamentario conservador desde 1987 hasta abril último, cuando perdió
por escasos votos su asiento como representante de Torbay, capital de la
«Costa Azul inglesa». Al segundo -Nigel- lo llaman «el historiador no
oficial de los servicios secretos». Un eufemismo muy británico.
Tiene
46 años, su familia está formada por su esposa y dos hijos. Su padre,
James Harry Allason, es un teniente coronel retirado con altos honores
que se convirtió en parlamentario conservador para luego ser secretario
privado del ministro de Guerra, entre 1960 y 1964. Los dos son miembros
de los clubes Whitets de las Fuerzas Especiales y del Royal Yacht
Squadron.
Rupert estudió en las universidades de Londres y Grenoble.
Trabajó como voluntario en la policía (Special Constable) y en
diferentes departamentos de la BBC TV. Se postuló por primera vez como
candidato tory en las elecciones de 1979, que iniciaron la era Thatcher.
Sufrió dos derrotas en distintas circunscripciones, antes de sumarse al
último Parlamento de la Dama de Hierro, con la que nunca tuvo una
relación afectuosa. Lo consideraba «demasiado rebelde». Tampoco se llevó
bien con John Major, muy débil para su gusto.
Escribió 17 ensayos y
cuatro obras de ficción (entre ellas, Asesinato en la Casa de los
Comunes y Asesinato en la Casa de los Lores). Su fuerte son las
historias controvertidas, en las que MI-5 y MI-6 salen bien parados y
los funcionarios, ensuciados. En 1982, la fiscalía británica hizo
detener momentáneamente la publicación de Una cuestión de confianza:
MI-5, 1945-1972.
«West logró poner sus manos en un material bastante
radiactivo», dijo el Evening Standard de su libro Los amigos: las
operaciones de la inteligencia secreta británica de la posguerra. El
suplemento literario de The Times consideró «un clásico del espionaje»
su obra Garbo, y el Manchester Evening News sostuvo que Testigos no
confiables es «mucho más atrapante que cualquier novela de Frederick
Forsyth o de John Le Carré».
Ahora dice que se dedica exclusivamente a la literatura. La política, afirma, «dejó de ser incluso un pasatiempo»