Los documentos que agitaron el golpe prosoviético

Guerra de Malvinas 1982

Los documentos que agitaron el golpe prosoviético

Clarín Domingo 31 de marzo de 2002 , Buenos Aires, Argentina

MALVINAS: LAS BATALLAS
SECRETAS DE LA GUERRA FRÍA

Los documentos que agitaron el golpe prosoviético

Documentos del Departamento de Estado, recientemente desclasificados, revelan 20 años después, el temor de EE.UU a que, tras la derrota por las Islas a manos de Gran Bretaña, los militares argentinos dieran un giro prosoviético o que un contragolpe interno cambiara su férreo anticomunismo.

Por RICARDO KIRSCHBAUM, OSCAR RAUL CARDOSO, EDUARDO VAN DER y ANA BARON. De la Redacción de Clarín.

Hubiera sido —de haber sido— el paroxismo de la paradoja, pero el gobierno de Estados Unidos, que encabezaba entonces Ronald Reagan, parece haber considerado seriamente en 1982 la posibilidad de que la Argentina realizara un giro político prosoviético, según revela un conjunto de comunicaciones secretas de su diplomacia recientemente desclasificadas por el Departamento de Estado.

Esta visión incluye rumores y especulaciones sobre una suerte de «contragolpe» de Estado contra la Junta que gobernaba dictatorialmente a la Argentina desde marzo de 1976.La inevitable derrota de la Argentina frente a Gran Bretaña en la guerra por las Islas Malvinas (2 de abril al 14 de junio de 1982) debía ser, según los textos, el detonante de un potencial cambio histórico cuyas proporciones aún tienen, 20 años después, ecos de una enormidad.

Ayuda a esta proyección el hecho de que en su análisis, Washington considerara a las mismas Fuerzas Armadas que en 1976 derrocaran al gobierno democrático de Isabel Perón, con el objetivo declarado de combatir al comunismo en el país y en el continente, como el eje desde el cual se realizaría la adscripción a Moscú.

«Un golpe contra (el presidente Leopoldo) Galtieri y la Junta es, como hemos hecho notar en varias ocasiones una clara posibilidad luego de una derrota argentina» reza un cable de fines de mayo del 82, que Harry Shlaudeman, entonces jefe de la misión norteamericana en Buenos Aires, remitió a sus superiores en Washington.

«En el largo plazo los argentinos pueden girar hacia los soviéticos en busca de armas», advertía el embajador.Los documentos del Departamento de Estado

—a los que Clarín tuvo acceso bajo los términos de la ley norteamericana denominada Acta de la Libertad de Información

— incluyen cables enviados desde la Embajada de Estados Unidos en la Argentina al Departamento de Estado y viceversa y llevan firmas como la del general Alexander Haig

—secretario de Estado y fallido mediador entre Buenos Aires y Londres— y la del citado Shlaudeman, un veterano conocedor de América latina.

También aparecen entre sus redactores y correctores personalidades como la de Thomas Enders, secretario de Estado Adjunto para Asuntos Interamericanos, y Robert Service, otro diplomático versado en la región.Shlaudeman en particular era un experto en el peculiar virus de los derrocamiento militares de gobiernos civiles que azotaba a América latina y, como diplomático norteamericano, apareció invariablemente adicto a esa solución extrema siempre, claro está, que los golpes se realizaran al sur del Río Bravo.

A comienzos de los 70, como segundo en la embajada de su país en Santiago de Chile, había participado en una fallida conspiración política destinada a evitar que el socialista Salvador Allende ascendiera a la presidencia de Chile. En los años siguientes sirvió en los niveles superiores del Departamento de Estado como colaborador clave de Henry Kissinger y, según sugieren documentos oficiales desclasificados a fines de la década pasada, Shlaudeman parece haber puesto especial empeño en generar protección política para el terrorismo de estado en el que se embarcaron los militares argentinos desde 1976 y que costó entre 9.000 y 30.000 vidas según las distintas estimaciones.

El 30 de abril, el fracaso de Haig para mediar entre la Junta del general Galtieri, del almirante Jorge Isaac Anaya y del brigadier general Basilio Lami Dozo, y el gobierno inglés de la primera ministra Margaret Thatcher llevó a Reagan a abandonar la fachada de neutralidad y a reivindicar la alianza estratégica de su país con Londres. No solo impuso ese día sanciones a la Argentina sino que liberó a todos los niveles de su gobierno para proporcionar ayuda a los británicos.

Un día después se iniciaron las hostilidades en las islas.Desde ese momento la relación entre Washington y Buenos Aires descendió por una espiral de problemas y resentimiento que no podría remontar sino hasta mucho después del último disparo de la guerra.

A medida que el fiel del equilibrio del conflicto bélico se inclinó más y más en favor de los ingleses, los rumores en Buenos Aires comenzaron a considerar la posibilidad de un cambio sustancial en la estructura de poder de la dictadura. Pero dada la historia ideológica de los militares argentinos, muchas de esas versiones señalaban a Estados Unidos como promotor de esa hipotética transformación.

El 17 de mayo el portavoz del Departamento de Estado Allan Romberg, tuvo que desmentir que Shlaudeman buscara «desestabilizar» a la Junta Militar, a raíz de algunas reuniones que el embajador había mantenido con «elementos opositores al régimen». En esos días, las preocupaciones de Shlaudeman parecían tener otra dirección. Sin embargo, el 24 de ese mismo mes, la legación estadounidense en la Argentina había recibido un cable —con el número 14168— firmado nada menos que por Haig en el que se citaba a Christopher Roper, un periodista británico especializado en América latina, asegurando «un golpe (en la Argentina) para evitar una anarquía al estilo de Irán», donde un régimen islámico había derrocado a la monarquía en 1978, «es inevitable si los británicos tienen éxito en recapturar las islas.

Después de eliminar a un amplio número de oficiales superiores y bajo la presión de los escalones más bajos del Ejército, los líderes militares harían un pacto con la izquierda, incluyendo al Partido Comunista y buscarían la asistencia soviética».Fue en respuesta a esta comunicación que Shlaudeman escribió sobre «la distintiva posibilidad de un golpe» en la Argentina —el cable citado en el inicio lleva la identificación Buenos 03279 y la fecha del 24 de mayo— añadiendo: «es también enteramente concebible que los oficiales más jóvenes vayan a demandar una limpieza del malvado liderazgo responsable de tal humillación». La opinión pública argentina aún estaba convencida, cuando este intercambio tuvo lugar, que la victoria en las Islas era una posibilidad concreta.El giro prosoviético era, sin embargo, menos creíble para el veterano Shlaudeman: «Pero dado todo esto —agregó— la razón por la cual el liderazgo militar podría pactar con la izquierda, incluyendo el minúsculo Partido Comunista no es algo claro para mí».

Aunque el embajador dice en este texto que «todos los oficiales militares argentinos que conocemos son vehementemente anti izquierda», admite a continuación haber escuchado aquí rumores sobre un golpe prosoviético que podrían encabezar algunos generales como el tristemente célebre Carlos Guillermo Suárez Mason, José Rogelio Villarreal y Cristino Nicolaides, quien se convirtió en el último comandante de su fuerza durante la dictadura cuando terminó la guerra.

Quien conozca la interna del poder militar de aquellos años sabe del ridículo de esta premisa. Villarreal estaba entonces en retiro, luego de ser uno de los «intelectuales» en la fallida presidencia de Roberto Viola —apenas nueves meses del 81—, Nicolaides era tan anticomunista —y tan ignorante— que alguna vez fustigó «al marxismo que se mostró 500 años antes de Cristo» y Suárez Mason había sido, desde el I Cuerpo de Ejército, uno de los más entusiastas represores clandestinos de la izquierda. Ya, en democracia, Suárez Mason se asoció aquí a la secta político-religiosa Moon, un grupo internacional que llevó su anticomunismo a niveles de delirio.

Pero aquellos eran días son hoy difíciles de reconocer: la guerra fría estaba aún en pleno desarrollo y -a diferencia de este presente de superpotencia única- los países más pequeños tenían opciones para su alineamiento, aunque por cierto riesgosas. Los militares argentinos eran liquidadores de la izquierda local, habían respaldado en Bolivia el régimen furiosamente derechista y narcotraficante de Luis García Meza y estaban, en el momento de estallar la guerra por Malvinas, realizando operaciones clandestinas en América Central para delicias de Washington.

Pero también habían conformado un régimen que dialogaba en sordina con Moscú y que se había negado, tras la invasión soviética de Afganistán en 1979, a sancionar a la URSS a la que siguieron vendiendo cereales.

Otros cables del mes de junio reflejan la preocupación de Shlaudeman por la provisión de armamento soviético a la Argentina y aun una posible participación de «combatientes internacionales» cubanos en la guerra. Shlaudeman parece haber escrito en forma cada vez más abundante a medida que se acercaba el desenlace, pero su percepción varió para reflejar el ánimo de derrota que ganaba a los militares argentinos.

En su «Buenos 03408» del 2 de junio de 1982 Shlaudeman deja de lado el fantasma rojo y cita un pedido reservado de dos oficiales retirados del Ejército —los coroneles Carlos y Federico Landaburu, de «caballería y de artillería», acota— para que una intervención directa de Reagan ponga fin a los combates. Pero, está visto, ya era demasiado tarde.

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