Testimonio del Teniente General D Martín Antonio Balza

Guerra de Malvinas 1982

Testimonio del Teniente General D Martín Antonio Balza

Guerra de Malvinas Grupo de Artilleria 3

Testimonio del Teniente General D Martín Antonio Balza  
Ex – Jefe del Grupo de Artillería 3

Ser un prisionero de guerra proporciona una situación ideal para la reflexión. Hay tiempo disponible y los pensamientos acuden en tropel a la mente que hasta hace poco estuvo ocupada por entero en combatir y cuidar a los hombres que uno tenía bajo su mando. Así discurría yo en mis largas cavilaciones dentro del viejo frigorífico abandonado en San Carlos, donde los ingleses nos tenían alojados a un grupo de oficiales argentinos prisioneros. Nos acompañaba la vecindad de dos bombas argentinas de 500 libras sin explotar, incrustadas en el lugar. Y vaya si había cosas para pensar en aquel momento, cuando la derrota militar nos presentaba la que creíamos era su peor cara.
Un mes después, al regresar al continente descubriríamos que lo peor nos esperaba en la forma de la indiferencia, cuando no el mal trato de los superiores. Y también esa penosa sensación de que la culpa se estaba buscando en los que combatieron, la misma que en el mundo ya habían experimentado otros soldados tras una derrota, como los norteamericanos que regresaron de Vietnam.
Pero fue en esas largas semanas de prisionero que, además de preguntarme como cualquiera cómo lo estarían pasando mi esposa y mis cuatro hijos (a la más pequeña todavía no la conocía, había nacido estando yo en Malvinas) empecé a poner en orden todos los sucesos que me habían traído hasta aquí.
¡Qué atrás quedaron aquellos momentos iniciales en que nos sacudió la noticia del 2 de abril!
Aquella mañana, a las 7.30 de ese viernes, había llegado a mi oficina en el Grupo de Artillería 3 – GA 3 -, en Paso de los Libres, Corrientes, allí me enteré de la recuperación de nuestras islas. La sorpresa de la guarnición no fue nada comparada con la euforia que ganó al poco rato las calles del pueblo; los autos daban vueltas a la plaza tocando bocina. Compartí la alegría esa mañana, pero para nosotros los militares era imposible no pensar en lo que vendría y yo terminé la jornada con esa preocupación.
Tres días después me dieron la orden de marchar con mi unidad a Buenos Aires. Destino: desconocido. Probablemente el Sur; otros decían Malvinas…
Lo que no olvidaré fue el espontáneo apoyo que la gente de Paso de los Libres nos dio apenas corrió la noticia de que el GA 3 había sido movilizado y se aprestaba a partir. Como siempre, son los más humildes los que tienen más a flor de piel el sentimiento solidario. Y aquélla no fue una excepción. Bufandas, guantes, medias tejidas a mano y tantas otras cosas les fueron entregadas a nuestros soldados que estaban por marchar con destino incierto, pero a cumplir con lo que les pedía la patria. Eso la gente lo tenía bien claro.
Por eso es que cuando llegó la hora de la despedida, en la estación del ferrocarril estaba todo el pueblo. Partimos y en cambio no hubo ningún mando superior que nos saludara, ni mi comandante de Brigada, ni qué decir el comandante del Cuerpo de Ejército. Para mí y mis soldados tampoco hubo ni siquiera un llamado telefónico de despedida de los altos mandos. Arrancó el tren y salimos, sólo acompañados por los aplausos y los vítores de la gente que nos deseaba buena suerte y las lágrimas de nuestras esposas e hijos. No lo sabíamos oficialmente, pero partíamos hacia la guerra y como suele suceder, alguno no volvería, algo que hasta en un pueblo de paz como el nuestro, la gente no ignora y por eso estaban allí.
En el andén de la estación que se fue quedando atrás aquella noche del viernes 9 de abril, muchos de nosotros dejábamos nuestros mejores afectos. En lo personal, allá quedaba mi esposa María Inés, esperando nuestro cuarto hijo, que nacería el 22 de abril y a quien yo recién conocería tres meses después…

En el tren: un repaso a la instrucción
El largo trayecto entre Libres y Buenos Aires y, cambio de tren mediante, Buenos Aires a Bahía Blanca lo aprovechamos para perfeccionar algunos aspectos de la instrucción, a pesar de que oficiales, suboficiales y soldados llevaban quince meses de adiestramiento juntos. Mientras se robustecía en mí la convicción de que fuera cual fuese la situación debíamos estar preparados para la máxima prueba del combate, compartía con mis oficiales y suboficiales la preocupación por tener a la gente en el mejor nivel de aptitud. Esa era, ocupándonos del equipo y las cosas prácticas, la mejor manera de alejar la incertidumbre que nos acosa siempre que se avecina una instancia desconocida. Casi no prestamos mucha atención a la euforia de Plaza de Mayo, que escuchamos por la radio en un momento del viaje. Teníamos conciencia de que no íbamos a un desfile.
Que ese estado de conciencia no era igualmente compartido por otra gente, empezaría a descubrirlo pronto. A nuestra llegada a Bahía Blanca y mientras mi unidad procedía a descargar sus bagajes, me presenté en el Comando del Quinto Cuerpo. Me recibió el segundo comandante, quien para mi sorpresa me preguntó:
-¿Qué hace usted aquí?
-¡Si usted no lo sabe! – le respondí.
Regresé adonde estaba mi gente haciendo un esfuerzo para disimular la contrariedad que me había producido hallar tan poca consistencia en la superioridad y convencido más que nunca de que teníamos que preocuparnos nosotros mismos por hacer las cosas bien.
Horas después llegó la orden desde Buenos Aires. Teníamos que cruzar a Malvinas con nuestro Grupo de Artillería. La realidad se imponía vertiginosamente.

Vamos a la guerra
Empezó una carrera contra reloj para tener todo el equipo acondicionado para el transporte que, de acuerdo con las órdenes recibidas, iba a ser aéreo. Sólo dispondría de cinco aviones para embarcar las piezas de artillería y los hombres. De ellos sólo tres eran transportes Hércules C-130 de gran capacidad y aptos para el material pesado.
Ya que no podría pasar la unidad al completo a Malvinas, lo primero fue seleccionar a la gente que «daría el salto». De eso me ocupé personalmente, lo mismo que de otra tarea que entendimos teníamos que hacer antes de partir. Era la última oportunidad disponible de comprar las cosas que no teníamos, que no nos habían sido provistas y que íbamos a necesitar seguramente en las islas.
Con dinero personal que tenía ahorrado adquirimos toda clase de comida en latas, especialmente corned beef, paté, picadillo y duraznos al natural. Otro tanto hicimos con las pilas para las linternas y las radios que no nos podían faltar.
Y a todo ello agregamos un elemento que la experiencia de salir al terreno nos marcaba prioritario: telas de plástico, muchos metros de ese material para diverso empleo, tan útil para poner a salvo de la lluvia y la humedad las cosas como para impermeabilizar nuestras propias posiciones. Eso, como los alimentos que previsoramente embarcamos, lo pagué, reitero, con dinero propio.
¡Y lo bien que nos vino hacerlo! En toda la campaña nunca tuve la suerte de que me entregaran una ración de las preparadas en el continente.
Finalmente, todo estuvo estibado a bordo de los aviones y cruzamos. Sobrevolamos el mar sin mayores alternativas y arribamos a la pista de Puerto Argentino a las 3.30 de la madrugada del 13 de abril. Mi primera impresión fue la de un caos total, la desorganización reinaba en la capital de nuestro archipiélago recién recuperado.
«Hablemos en serio»
Nuestros primeros días en el sector que se nos asignó fueron de intensa tarea. Trabamos contacto con la naturaleza del suelo malvinero, la turba, las rocas aflorando y en general la blandura permeable y el afloramiento de agua a poca profundidad.
Empleamos una retroexcavadora y construimos las posiciones de las baterías. «Como jode El Flaco con las fortificaciones» fue una frase muy oída en esas primeras jornadas. Después, al irse haciendo veteranos, serían mis propios soldados los que se preocuparían por fortificar bien cada posición.
Sé que lo que menos les gustó todavía fue cuando ordené construir más posiciones pero esta vez simuladas, en distintos lugares. Sin embargo después, cuando la batalla nos envolvió en su fragor, se valoraría lo realizado.
El caso es que, una vez instalados, me presenté al comandante de la Agrupación Ejército Puerto Argentino para formularle un requerimiento. Le pedí que gestionara el envío de artillería de 155 mm, como los cañones Sofma que tenía el Ejército. Mi argumento era sencillo: los Oto Melara de 105 mm. de que disponía mi unidad apenas alcanzaban a los 10.200 metros, en tanto que los Sofma podían poner un proyectil de mayor calibre hasta a 20.000 metros. Como vio que me quedaba esperando una respuesta, o al menos una opinión suya, el señor general expresó:
-¡Hablemos en serio! ¿Usted cree que habrá enfrentamiento con los ingleses?
Le contesté con un lacónico: -¡Sí!
Una tensa espera
A pesar de la cháchara de los improvisados estrategas que a veces oíamos por radio y de la poca seriedad con que algunos que debían ser serios tramitaban las cosas de la guerra, lo cierto es que nos estábamos encaminando al choque armado.
Las visitas de los generales Galtieri y Nicolaides a las islas no trajeron cambio alguno en la situación de improvisación en que se debatía la guarnición que debería defenderlas del ataque británico en ciernes.
Por mi parte, yo era uno más de los que cada día se convencían de lo insensato de la guerra que se avecinaba. Comprobaba asimismo que la falta de previsión no inquietaba a la mayoría de los altos mandos en el continente.
No hacía falta ser un genio para comprender que encerrados en las islas, sin dominio del mar y sin dominio del aire, no íbamos a tener mucha chance de vencer.
Seguimos oyendo imbecilidades. Como que «los barcos ingleses no van a llegar hasta aquí», o «ellos creen que éstas son unas islas caribeñas» o «van a llegar mareados y sin aptitud para combatir» o eso de que «los norteamericanos están con nosotros y no se van a meter». Estas pavadas formaron parte de la pésima acción psicológica que llegaba desde el continente mediante panfletos y caricaturas.
Después, cuando se sabía que ya estaban los barcos en el Atlántico Sur, se insistía: «sí, pero no van a intentar un desembarco porque no traen suficiente gente y sufrirían muchas pérdidas…»
Entretanto, la desastrosa comunicación institucional aplicada por el Estado Mayor Conjunto rendía los resultados de esperar, contribuyendo tanto a la confusión de los propios como al lucimiento de los adversarios.
No es éste el lugar para una crítica pormenorizada de estos temas, pero no es fácil pasarlos por alto cuando uno se ubica en aquellos días previos a la batalla. El caso es que hubo una hora de un día en que todas las especulaciones que se venían abarajando, con fundamento o disparatadas, llegaron a su fin.
Fue a las 4.42 de la mañana del 1º de mayo de 1982, cuando un alerta nos sacudió.
-¡Atacan el aeropuerto!
Con ese bombardeo británico sobre Puerto Argentino y la Base Aérea Militar Cóndor se iniciaron las acciones bélicas. Los antecedentes políticos que condujeron a eso pasaban a ser historia antigua. Ahora eran los cañones los que tenían que hablar.
La hora de la verdad
Los ingleses desembarcaron en las islas tres grupos de artillería. El número de piezas con que contaban oscilaba entre 54 y 60, porque cada grupo de artillería tiene tres baterías de tiro y cada de esas baterías, seis piezas. La cuenta da 54, pero después comprobamos que algunas baterías las tenían armadas con ocho piezas, por lo cual podían haber llegado a disponer de 60.
Cuando llegó la hora de la verdad, el combate, los duelos de artillería fueron intensos y muy prolongados. Tratábamos de neutralizar al enemigo, es decir que sus piezas estuvieran inactivas, lo que dependía únicamente de la cantidad de fuego que les hiciéramos llegar.
Los ataques comenzaron a incrementar su intensidad a partir de los primeros días de junio. De los ingleses recibíamos intenso fuego de artillería, de campaña y naval, así como ataques de sus aviones. Participamos en acciones de apoyo a nuestras patrullas de las Compañías de Comandos 601 y 602 que en repetidas oportunidades incursionaron en territorio ya ocupado por el enemigo. Ese apoyo de nuestra artillería se hizo en forma muy coordinada, ya que entrañaba un gran riesgo para los comandos. Ellos mismos pedían, para poder entrar más en el dispositivo enemigo, que realizáramos el fuego adelantado muy cerca de ellos. Lo hicimos con éxito y nunca causamos bajas propias, pero creo que esto nos ponía más nerviosos a nosotros que a los mismos comandos, que se estaban batiendo con las tropas de élite británicas, los integrantes del Special Air Service -SAS-.
El fuego contra baterías inglesas y sus tropas comenzó a hacerlo una de mis baterías, que estaba sensiblemente orientada hacia el oeste. Como respuesta, fue recibiendo un cada vez más graneado fuego enemigo, que la obligó a realizar diferentes cambios de posición.
A partir de ese momento, comenzó también una dramática cuenta regresiva para nosotros; éramos conscientes de que cada disparo que hacíamos no era repuesto. Teníamos todavía una cantidad considerable de municiones, pero disminuía. Una de mis subunidades, que fue la que tomó contacto primeramente con el enemigo, en uno de esos cambios de posición ya estaba aproximadamente a cuatro kilómetros al oeste del ex cuartel de los Royal Marines, es decir Moody Brook, a unos 9 kilómetros de Puerto Argentino.
El Almirante Otero comentó después que había observado desde su posición que un intenso fuego inglés prácticamente había aplastado el accionar de esa batería de mi unidad y, temiendo lo peor, pidió dos ambulancias para mandarlas allí. Sin embargo, su sorpresa fue grande cuando, al disiparse la polvareda y el humo de los disparos británicos, vio como hormiguitas que salían, ocupaban sus puestos, contestaban el fuego y volvían rápidamente a sus pozos. Nuevamente la respuesta inglesa, y otra vez a salir apurados los argentinos a contestar el fuego y a sus pozos. Esto se repitió por casi 30 minutos.
Cuando me lo comunicaron, concurrí al lugar y acababa de cesar el fuego inglés, ya que mediante el uso de helicópteros estaban desplazando esa batería a otra posición. Dios había estado de nuevo con nosotros; casi no hubo bajas. Pero fue un milagro porque varias cajas de repuestos que estaban a un metro de los refugios de los servidores de esas piezas habían sido destrozadas por los impactos.
Mucho mérito tuvo allí el teniente primero Tessey.
El HMS «Glamorgan»
Mientras continuaban las acciones de las baterías, se había implementado un equipo de trabajo orientado a localizar buques ingleses. En la noche del 11 de junio los radaristas de mi unidad, trabajando en conjunto con personal de la Armada, localizan en forma efectiva un buque. Se trataba de la misma nave que noche tras noche venía cañoneando nuestras posiciones y se acercaba hasta lo que consideraba el alcance de nuestra artillería. Nunca soñaron con que podríamos llegar a alcanzarlos con un disparo, pero no contaban con el ingenio criollo. Esta acción es una de las grandes en la historia detallada de lo que los argentinos hicimos en la guerra. Y fue una acción conjunta, en la participamos en integración total el Ejército (GA 3) con nuestra Armada. Se disparó un Exocet MM-38 montado sobre un chasis de camión y esa noche quedó fuera de combate el crucero HMS «Glamorgan».
Los combates finales
Esa misma noche del 11, se produce el ataque inglés a nuestras posiciones en los montes Dos Hermanas, Harriet y Longdon. El enemigo tenía una gran capacidad de ataque nocturno.
Nuestras tropas, el regimiento de Infantería 4 y una fracción del 7, resisten. Son rodeados por el enemigo, que concentra un gran poder de fuego y se produce la caída de esas posiciones.
En el monte Longdon pierdo un observador adelantado, el Teniente Ramos. En el último enlace radioeléctrico que realizó conmigo me había dicho que el cerro estaba totalmente rodeado y que iba a tratar de localizar y pedir fuego propio. Era de noche y prácticamente era muy difícil individualizar al enemigo. Simultáneamente, mientras rodean al Longdon, los ingleses tratan de neutralizar nuestra posición. Nos sobrevolaban helicópteros a poca distancia y eran los que sin duda reglaban el fuego de los barcos.
Finalmente, nuestras posiciones caen. En su último enlace, el Teniente Ramos me dice que está completamente rodeado y no puede dirigir el tiro, que intentará replegarse. Poco después su auxiliar, que sí logró hacerlo, me dijo que el teniente, herido en una rodilla, había muerto combatiendo, respondiendo al avance inglés con una ametralladora que había logrado tomar. Ese día fue realmente penoso para mí. Además del teniente Ramos, en el monte Harriet tenía como enlace y observadores a otros tres hombres y los tres desaparecieron. Posteriormente, en el campo de prisioneros, me reencuentro con uno de ellos y, después de abrazarnos él nota que temo preguntarle por la suerte de sus compañeros y me dice: -No se preocupe, los otros están bien y rumbo al continente.
Aquella noche del 11 de junio, los ingleses nos disparaban simultáneamente con artillería naval y terrestre. Se hizo un intenso fuego de iluminación. Tanto, que el teniente Ramos durante su enlace radial, antes de morir, me dijo: -Esto es un infierno. Hay granadas de iluminación nuestras y de los ingleses. Se escuchan gritos desaforados por todos lados.
La batería nuestra, que estaba operando detrás de las líneas del Longdon, vino a quedar en el frente mismo. Cuando amaneció el 12 tuvimos que empezar un cambio de posición que nos llevó muchas horas para reintegrarla al resto de la unidad que estaba al sur de Puerto Argentino. Cambio de posición que fue dificilísimo, ya que se hizo pieza por pieza bajo el intenso fuego enemigo. Para colmo, teníamos un solo vehículo ya que de los tres de que disponíamos para arrastrarlas, dos habían quedado inutilizados. Finalmente, quedó tirando la última pieza y pudimos luego replegarla. Mientras realizábamos esta operación, nuestras restantes baterías y las del Grupo de Artillería Aerotransportado 4, trataban de favorecer nuestro repliegue haciendo fuego contra la artillería inglesa.
Desde nuestras nuevas posiciones vimos claramente que los helicópteros de ellos se acercaban transportando piezas de artillería. Abrimos fuego y logramos derribar uno. Obligamos así al enemigo a desplazar las piezas a otro lugar.
Todo era sumamente riesgoso, las decisiones debían tomarse velozmente y las tomamos. Las misiones de fuego siguieron.
Con las primeras luces del día 13, ya el enemigo dominó las colinas próximas a Puerto Argentino y centralizó toda su acción sobre un sector defendido por el Batallón de Infantería de Marina 5 y por el Regimiento de Infantería 7. Ese combate, que fue de los más intensos, duró todo el día 13 y la noche del 13 al 14.
El Grupo de Artillería Aerotransportado 4, que estaba más al oeste que el mío, llegó prácticamente a tener el enemigo a la vista. Combatieron hasta que no tuvieron más munición y las piezas quedaron enterradas en el barro, prácticamente inoperables. Mientras que nosotros, en el sector que defendíamos teníamos un piso algo más firme.
Ese día 13 yo cumplía 48 años. Fue entre la una y las dos de la tarde que soportamos el fuego más intenso de la artillería inglesa. La peor «lluvia de proyectiles» (fuego de contraartillería) duró más de media hora y se centralizó en el punto donde tenía mi puesto de comando y en las cercanías de la batería «Ala», a cargo del Teniente 1ro Caballero. Dos proyectiles explotaron sobre nuestro puesto, que era un contenedor forrado con tambores llenos de tierra. El estampido fue tremendo y pareció que habían explotado adentro.
Cuando se inició ese ataque estábamos fuera del contenedor. Con algunos soldados y suboficiales buscamos refugiarnos, pero uno no lo logró y quedó tendido en el suelo. Cuando fuimos a auxiliarlo vimos que estaba muerto, lo había matado la onda expansiva. Era el cabo 1ro Quispe.
Momentos después de que cayeran los proyectiles sobre nuestro contenedor me habla por teléfono el comandante de la Agrupación Ejército, General Jofre, quien por supuesto veía cómo estábamos siendo sometidos a un violento bombardeo inglés. Me pregunta cómo andan las cosas.
-¡Hasta ahora bien -le dije- pero debo reconocer que estos ingleses no me están festejando muy bien el cumpleaños!
-¡Feliz cumpleaños y mucha suerte! – fue su respuesta.
Como estábamos en red con las demás unidades, al rato todos los jefes que escucharon me hicieron llegar su saludo así, en medio del combate. Y ahora reconozco que al fin del día pensé que había sido feliz, porque después de tanto cañoneo, a excepción del Cabo 1ro Quispe, no tuvimos bajas fatales pero sí muchos heridos. Cuando disminuyó la intensidad del fuego inglés, fui hasta la batería «Ala», que estaba a 200 metros y me parecía imposible que con el fuego de contraartillería recibido no hubiésemos tenido más bajas.
Fue esa misma noche, que allá en el continente oímos que las radios de Buenos Aires se lamentaban amargamente de que nuestra selección nacional de fútbol, participando del Mundial en España, hubiera perdido por 1 a 0 el partido con Bélgica.
Epílogo
Y volvemos al comienzo de esta historia. Estar prisionero durante ese último mes me facilitó la digestión de la masa de acontecimientos que nos había tocado vivir. A las lágrimas de bronca le siguió ese tiempo de reflexión y, aunque entonces no tuve conciencia clara de ello, hoy sé que fue allí donde empecé a dar forma a mis ideas de qué clase de Ejército debíamos tener para que no nos volvieran a ocurrir cosas como las que estábamos viviendo.
Por cierto, lejos estaba entonces de imaginar que el destino me daría un día la oportunidad de poner en práctica muchas de esas ideas, nacidas de la experiencia de tantos años de servicio y, muy especialmente, de esa triste guerra. Pero sin saberlo, lo deseaba interiormente; quería por sobre todas las cosas estar a la altura de aquellos soldados que había visto pelear con honor y morir con decoro.
El ejemplo de ellos es lo que nos compromete como veteranos. Haber combatido es nuestro orgullo. Como también es hoy la mejor razón que tenemos para amar la paz.


Texto extraído del libro «Así peleamos Malvinas –
Guerra de Malvinas

 

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