Grupo de Artillería Aerotransportado 4

Guerra de Malvinas 1982

Grupo de Artillería Aerotransportado 4

Guerra de Malvinas Grupo de Artilleria Aerotransportado 4

 Grupo de Artillería Aerotransportado 4

Los días de preparación El 1ro de mayo de 1982, encontrándonos en forma provisoria en las afueras de la ciudad, camino al aeropuerto, se produce el primer ataque de la aviación inglesa sobre Puerto Argentino, lo que provocó un cambio de planes, ya que estábamos iniciando nuestro traslado por vía marítima a la Isla Gran Malvina, recibiendo la orden de ocupar posiciones al oeste de la ciudad. (A excepción de parte del personal y material de la Batería de Tiro A que se desplazó a Darwin, en apoyo de la Fuerza de Tareas Mercedes). La zona elegida, faldeo de las alturas de Sapper Hill que corren de E a O, presenta un suave declive de S a N, hacia la bahía de Puerto Argentino (distante a unos 400 m). Hacia el E, para nosotros la retaguardia, se encuentra la ciudad (con las primeras casas a 600 m de nuestra ubicación). Hacia el O, para nosotros el frente ya que en esa dirección principal quedaron apuntados nuestros cañones, se extiende el terreno formando un gran anfiteatro, delimitado por los cerros donde se librarían los principales combates durante el avance del enemigo sobre Puerto Argentino: Wireles Ridge, Longdon, Dos Hermanas, Harriet, Tumbledown, Williams, Sapper Hill, y al fondo el Mte Kent, como un palco preferencial que dejaba verse en los escasos días despejados, nos desafiaba fuera del alcance de los nuestros cañones de 105 mm (Obuses Otto Melara, alcance máximo 10.200 m).

Este paisaje constituiría nuestro hogar durante toda la campaña, debido a que nos trasladamos desde nuestro asiento de paz, la Ciudad de Córdoba, en avión, solo contábamos con 4 jeeps Mercedes Benz para toda la Unidad como único medio de transporte, imposibilitándose de hecho los cambios de posición; una limitación muy importante a la hora de necesitar batir un blanco fuera de nuestro alcance, evitar ser fácilmente localizados o batidos por la artillería naval y terrestre del enemigo, realizar el abastecimiento de munición y movimientos de cargas pesadas; lo que contribuyó al agotamiento físico del personal, sumado a otros factores como el rigor del clima, las condiciones de alimentación y el estrés propio de la situación de peligro permanente.
Cuando estábamos instalándonos, sin contar aún con obras de protección suficientes, recibimos el primer cañoneo naval directo sobre la posición, con bastante precisión, quedando algunas carpas perforadas por las esquirlas de los proyectiles. No tuvimos bajas entre el personal ya que conseguimos protegernos en unas formaciones rocosas sobre las pendientes de Sapper Hill, donde, por temor a que se repitiera el ataque, pasamos la noche a la intemperie.
Por supuesto que la primera actividad al día siguiente, fue comenzar a construir los pozos para protección del personal y de la munición de artillería, pero la naturaleza nos jugaría una mala pasada.
Con las primeras lluvias vimos que fuera de la capa de turba de unos 20 a 40 cm, el suelo se presentaba arcilloso y por lo tanto no absorbía el agua, lo que provocó que los pozos se inundaran, quedando tapados por el agua todo el equipo del personal y los cajones de munición. Fue una situación bastante crítica, ya que la moral del personal fue muy afectada, al comprender las dificultades para revertir este revés por la falta de medios y posibilidades de contar con un lugar donde recuperarse a resguardo de las inclemencias del clima.
Finalmente, se improvisó en un galpón en las proximidades del pueblo, un secadero con estufas de las llamadas «patagónicas», donde por turnos, pasamos todo un día y la noche secando nuestras mantas, bolsas camas y el resto del uniforme y equipo. La munición de los cañones se recuperó de los pozos, afortunadamente sin daño porque no había sido sacada aún de sus envases de fábrica, consistente en unos tubos de cartón parafinado y sellados herméticos. Para el armamento se improvisó una mezcla de aceite diluido con combustible lo que evitó su oxidación y permitió conservarlo en adecuado estado de funcionamiento.
En base a esta experiencia, se decidió construir los refugios sobre el terreno utilizando los únicos medios a nuestro alcance, panes de turba, con los que rellenamos tambores de 200 lit, extraídos de un galpón próximo a nuestra posición, donde se acumulaba el combustible y lubricante para dos hidroaviones que se utilizaban como correo en las islas. Dispuestos estos tambores, con improvisados techos de postes de alambrados y paños de carpa, cubierto todo con varias capas de panes de turba configuraban una suerte de «iglú», donde se alojaban entre 6 y 8 soldados con sus suboficiales y oficiales, sin distinción, de acuerdo al rol de combate que les correspondía. Por supuesto que éramos conscientes de que estos refugios eran más que nada una protección contra el clima, y una muy relativa contra fuego naval y de artillería terrestre o aéreo enemigos, pero con el tiempo nos acostumbramos y por lo menos psicológicamente nos sentíamos más seguros.
Todas estas actividades de preparación, las fuimos ejecutando con el correr de los días, durante las pocas horas de luz, soportando el mal clima permanente, el frío que comenzaba a cobrar sus víctimas por congelamiento y pié de trinchera, las incursiones de los Sea Harrier y bombarderos Vulcan, las permanentes alarmas de incursiones anfibias de tropas comandos inglesas y los infaltables cañoneos navales de cada noche.
Las posiciones de artillería, se cuentan entre las prioridades de estas acciones del enemigo como preparación previa a un ataque, buscando eliminar la capacidad de producirles daños a grandes distancias durante su aproximación.
La mayoría se adaptó bien a esta permanente presión, con el tiempo, durante los cañoneos navales nocturnos, nos limitamos a colocarnos el casco y manteniendo contacto telefónico con todos los puestos, actualizábamos las novedades después de cada ráfaga, para continuar luego con el descanso. Por supuesto que en unos pocos, estas tensiones se manifestaban a través de problemas físicos, como el caso de un soldado que sufría ataques de epilepsia durante los bombardeos, y otro que padeció todo el tiempo de enterocolitis, visto a la distancia, se comprende mejor la naturaleza humana y se es menos duro a la hora de juzgarlos. De todas maneras no podíamos hacer nada contra esto, salvo estar convencidos de que la suerte o la protección de Dios, no permitirían que un proyectil nos diera de lleno.
Toda vez que la situación lo permitía, reuníamos al personal para almorzar en el galpón al que hice referencia anteriormente, como una manera de mantener el contacto y transmitirles lo que se conocía del progreso de los acontecimientos. Esta era además la única comida importante en el día; la cena se suprimió reforzándose el almuerzo que se hacía lo más tarde posible por varias razones, la distribución se complicaba durante la noche por las medidas de seguridad en cuanto a los desplazamientos y la prohibición de encender luces para evitar ser localizados, el combustible disponible para cocinar era escaso (panes de turba ceca) y de bajo poder calórico, lo que prolongaba el tiempo de cocción necesario, y finalmente, todo el personal lo prefirió de ésta manera para evitar exponerse al frío y la humedad permanentes, repartiéndose en su lugar mate caliente por las posiciones.
También nos tocó vivir momentos reconfortantes, como en alguna oportunidad que recibimos correspondencia de niños de las escuelas que escribían dándonos su cariño y aliento patriótico sin conocernos, o unas pocas encomiendas con guantes, bufandas y hasta potes de cremas, que nos ayudaron a aliviar la situación de muchos soldados que con sus guantes ya rotos mostraban en sus manos las consecuencias del frío, o aquella vez que recibimos la visita de un sacerdote para oficiar una misa, aunque quedara incompleta porque nos sorprendió una incursión de aviones enemigos.
Las tareas de preparación y mejoramiento de las posiciones del personal y cañones eran continuas, en la espera de lo que todos sabíamos que era inevitable, el momento de entrar en combate.
Una vez producido el desembarco de las tropas inglesas en San Carlos y el posterior ataque y conquista de Darwin, todos los tiempos se acortaron, en pocos días se hizo más intenso el fuego de la artillería naval, las incursiones de los Sea Harrier y se sumó la artillería terrestre inglesa, que con cañones también de 105mm pero con 17 km. de alcance superaban al de los nuestros, salvo los 2 cañones SOFMA (de fabricación nacional) de 155mm que se disponían, con 20 km. de alcance, lógicamente insuficientes para constituirse en una amenaza importante, pero que se ganaron su respeto por parte de los ingleses.
La batalla final
Alrededor del 8 de junio, comenzamos a cumplir misiones de fuego, aunque todavía en forma esporádica, lo que contribuyó a levantar nuestra moral ya que comenzamos a realizar lo que sabíamos hacer, a sentirnos útiles, y también a descargar adrenalina imaginando que cada disparo nuestro causaría un daño al enemigo.
Desde nuestra posición podíamos distinguir los movimientos de la Batería de cañones del Grupo de Artillería 3 adelantada en la zona de Mody Broock, para obtener un mayor alcance.
A esta batería, duramente castigada por los bombardeos aéreos y la acción de la artillería naval y terrestre inglesas, la bautizamos «las hormiguitas», ya que ante el fuego enemigo se replegaban rápidamente a sus refugios y cuando este se interrumpía, nuevamente ocupaban sus puestos y continuaban cumpliendo las misiones de fuego, ante nuestra alegría de verlos nuevamente en acción. Desde la distancia, los puntitos que entraban y salían de sus pozos parecían realmente hormigas en febril actividad.
El enemigo aproximaba equipos, armas y personal, al amparo de las elevaciones del terreno y la falta de medios de nuestra parte para localizarlos con precisión, preparando el asalto sobre las posiciones que defendían Puerto Argentino.
En la noche del 11 de junio, comenzó el ataque generalizado, en la oscuridad parecía un espectáculo increíble de trazos luminosos en todas direcciones, explosiones y bengalas, que además de iluminar el campo de combate nos indicaba el progreso de del ataque enemigo.
Recibíamos permanentemente misiones de fuego (requerimientos para batir blancos enemigos detectados), en un abanico de casi 180 grados, lo que nos obligaba a frecuentes cambios en la dirección de puntería de nuestros cañones, debiendo desenterrar las flechas (brazos metálicos sobre los que se apoyan los cañones y soportan la acción del retroceso del arma sobre el terreno en cada disparo), ya que por la poca consistencia, el terreno cedía fácilmente; en ésta actividad debían ayudarse los servicios de piezas (grupo que atiende cada cañón) unos a otros por el esfuerzo que exigía, lo que nos producía demoras en nuestras respuestas.
Los fuegos de contra batería (disparos de la artillería enemiga sobre la propia artillería buscando neutralizar su acción), no se hicieron esperar, reforzados por el fuego de los buques.
Comenzamos a tener bajas por heridos con esquirlas de las explosiones, producidas sobre el personal que debía cumplir su misión fuera de los refugios, transportando munición o reparando un cable telefónico, y eran sorprendidos sin tener un pozo cerca o un refugio donde protegerse.
La permanente actividad del combate, nos exigía mantenernos despiertos y de pié, pero poco a poco el cansancio y el frío comenzaban a sentirse también; no había forma de pensar en descansar, sabíamos que el tronar de nuestros cañones alentaba y daba seguridad a los soldados que se encontraban en primera línea. Siempre recordaré la emoción que sentí cuando de una fracción de infantería que se replegaba a través de nuestra posición, alguien se acercó y con un abrazo me agradeció por la sensación de protección que sentían cada vez que una ráfaga de nuestra artillería batía al enemigo que enfrentaban, éste comentario compensaba todos nuestros esfuerzos y sacrificios al hacernos sentir que fuimos útiles, ya que normalmente no vemos en forma directa los resultados de nuestra acción.
En la mañana del día 12, nos enteramos que en el combate durante la noche y por acción del fuego naval, perdieron la vida los soldados Vallejos Eduardo de la Batería Comando y Servicios, que ocupaba posiciones a la izquierda de mi Batería, y Romero Eduardo de la Batería de Tiro B ubicada también a la izquierda y adelante de mi posición. Fueron, sepultados en el cementerio de la ciudad con la presencia del Jefe de Unidad y un reducido grupo.
A pesar de esto, puedo decir que la moral de la gente era buena. Cada vez que se cumplía una misión de fuego sobre un blanco importante y nos informaban nuestros Observadores Adelantados de su resultado eficaz, podían oírse los gritos de alegría e insultos a los ingleses.
Como en la ocasión en que se concentró el fuego de toda la artillería propia sobre la zona defendida por el Batallón de Infantería de Marina 5, lográndose retardar el ataque de los Guardia Escoceses y los famosos Gurkas, o cuando se localizó un grupo de helicópteros enemigos, en momentos en que operaban trasladando equipo y personal y nuestros proyectiles les causaron serios daños.
El consumo de munición era muy elevado. Recibimos un reabastecimiento, pero los cajones quedaron sobre el camino a unos 300 metros de la posición, por la imposibilidad de los camiones de transitar sobre el terreno blando de turba, y además porque la posición permanentemente era batida por la artillería enemiga, corriéndose el riesgo que un vehículo fuera impactado y la explosión de su carga provocara un desastre sobre la propia tropa. Esto implicó un duro esfuerzo para el personal de mi Pelotón Transporte de Munición, que contaba solo con 9 soldados, apenas reforzados con 3 o 4, ya que no podían sustraerse más de las funciones específicas que cumplían, de manera que transportaban a los cañones los cajones de 45 kg. de peso cada uno, mientras éstos seguían disparando y se recibía también el fuego de contra-batería enemigo. En estas circunstancias fue seriamente herido el Jefe de Pelotón, cabo Aguirre, pese a lo cual sus soldados continuaron cumpliendo admirablemente con su tarea.
La ubicación de nuestra Batería, como la de todos los objetivos importantes, era conocida por el enemigo con precisión, por las tareas de relevamientos aéreos previos realizados, y además porque fueron dominando todas las alturas circundantes desde donde contaban con observación directa, permitiendo que su artillería nos batiera con eficacia. En algún aspecto el terreno blando nos favoreció, ya que los proyectiles se enterraban antes de la explosión, disminuyendo notablemente la acción de sus esquirlas.
Resultaron heridos en distintos momentos en mi Batería el Cabo Escudero y los soldados Viveros Oscar, Gaitan Isaac, Toresani Carlos, Gonzales Juan, Lima Edgardo, Oyola Jorge, Laurenti Omar, Poltarak Daniel.
En la mañana del día 13, la posición presentaba un aspecto de caos, cráteres de las explosiones, los tubos contenedores de los proyectiles y cajones abiertos tirados en grandes cantidades, los cañones con sus flechas enterradas en el barro y fuera de servicio algunos por la exigencia a la que fueron sometidos. La munición que quedaba no era abundante.
No necesitábamos mucha explicación para darnos cuenta de lo grave de la situación, nuestros fuegos se ejecutaban cada vez a distancias menores, la acción de la artillería inglesa se hacía sentir con mayor dureza. Encontrándome en mi Puesto Comando con los soldados Galleto y Canteros, telefonista y operador de radio respectivamente, alcanzamos a escuchar el silbido típico de los proyectiles en el aire que se acercan, instintivamente nos arrojamos al piso cuando en instantes se produjo una explosión en la entrada, recibiendo heridas en la espalda los dos soldados, unos segundos más y por la altura donde se incrustaron las esquirlas, literalmente nos partían en dos. En circunstancias similares, cae muerto el soldado Pizarro Nestor de la Batería de Tiro B.
Hacia el atardecer del día 13, los 6 cañones de la Batería B habían quedado fuera de servicio, recibiendo la orden de destruir el material y replegarse sobre mi posición; el personal de la Batería Comando y Servicios recibió la orden de replegarse sobre el Puesto Comando del Grupo. De mis 6 cañones, 2 estaban fuera de servicio y dos habían quedado con sus flechas tan enterradas que no lográbamos sacarlas, limitando esto el campo de tiro de esas piezas hacia una sola dirección.
Podemos decir que estábamos todos sobre las últimas piezas en servicio, ayudando en el abastecimiento de munición, abriendo los cajones, cargando, disparando. Hasta me sorprende en un momento el Cabo Quiroga, cocinero, cargando un proyectil en una pieza.
Entre las últimas misiones de fuego recuerdo que tirábamos sobre Mody Brook, que la teníamos a la vista, observando y corrigiendo el tiro desde la misma posición. No contábamos más con nuestros Observadores Adelantados. A la Sección de Artillería Antiaérea ubicada a nuestra retaguardia, se le ordenó ejecutar fuego terrestre sobre la misma zona. Personal de las unidades que habían estado ocupando las posiciones de primera línea, nos sobrepasaban replegándose rumbo a la ciudad.
Los cañones fueron inutilizándose, al punto de quedar en servicio solo la 3ra pieza, se ordenó entonces pausa de fuego ante la situación incierta que teníamos al frente. En un nuevo fuego de contrabatería, nos encontramos varios arrojándonos al mismo pozo, solo que estaba inundado mojándonos por completo el equipo. Había comenzado a nevar, así que desafiando todo sentido de la seguridad, nos reunimos los mojados en mi Puesto Comando y encendimos fuego para secarnos.
Al amanecer del día 14, con un manto blanco que cubría toda la superficie, nos sorprende una fracción desplegada que a muy corta distancia avanzaba hacia nuestra posición, ante la falta de información de sí se trataba de propia tropa, pedí verificarlo por radio con el Puesto Comando de la Unidad, de donde nos informan que no quedaban fracciones propias adelantadas. Ante esta situación se intentó abrir fuego con puntería directa con la 3ra pieza, pero nos damos con la sorpresa que había quedado un proyectil atascado desde la última misión de fuego, no logrando ponerla nuevamente en servicio.
Se desata entonces un intenso fuego de artillería enemiga sobre nuestras posiciones, batiendo incluso las zonas pobladas, que hasta entonces no habían sido alcanzadas. Anulada nuestras posibilidades de continuar cumpliendo misiones de fuego y quebradas todas las líneas de defensa, recibimos la orden de destruir el material y replegarnos solo con nuestro armamento individual a la ciudad, a un punto próximo al cementerio. En el camino nos cruzamos con una compañía, del Regimiento de Infantería 25 según recuerdo, que había recibido la misión de ejecutar un contraataque.
Las últimas imágenes que retengo de esos momentos, son los cuerpos de algunos de nuestros soldados alineados en el suelo del cementerio, esperando ser sepultados, testigos mudos de los cruentos combates, azotados por la nieve y el viento. Luego, las lágrimas viriles que dejamos brotar los oficiales reunidos en un semicírculo con nuestro Jefe de Unidad, el Teniente Coronel Quevedo, cuando nos anunció el cese de fuego y que comenzaba a pactarse la rendición.
Aún después de todos estos años, con solo cerrar un instante los ojos, puedo dibujar en mi mente cada lugar en el que quedaron todos los esfuerzos, sacrificios, pequeños y grandes actos de heroísmo y también de miserias, que ocurren en toda situación donde el ser humano se ve exigido al máximo de sus posibilidades y enfrentando la muerte en cada instante, de un grupo de hombres, 73 soldados, 26 suboficiales y 4 oficiales, que formábamos la Batería de Tiro C del Grupo de Artillería Aerotransportado 4.
Desde aquel 1982, revivimos cada año en el mes de junio los momentos vividos en aquella gesta, y rendimos homenaje a nuestros muertos y heridos, confundiéndonos en un abrazo con los Veteranos de la Unidad, cuadros y soldados, que vuelven orgullosos con sus esposas e hijos, aún desde los lugares más alejados donde se encuentran, hasta los cuarteles de nuestro Grupo de Artillería en la ciudad de Córdoba.



Relato extraído del Libro «Así peleamos»

 

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