Cabo Artillero Eduardo Paz

Guerra de Malvinas 1982

Cabo Artillero Eduardo Paz

Clarín, Sábado 6 de abril de 2002, Buenos Aires, Argentina

MALVINAS 20 AÑOS DESPUES: HISTORIA DE
LOS QUE PELEARON LA GUERRA CABO
ARTILLERO EDUARDO PAZ

Suicidio en el Monumento a la Bandera: las otras muertes que dejó la guerra
Es un caso emblemático de los traumas de posguerra. Los veteranos dicen que, desde 1982, se suicidaron más de 270 excombatientes.

Alberto Amato. DE LA REDACCION DE CLARIN

Era un chico y ya soñaba con el mar. Sabía, con la intuición disparatada y certera de los chicos, que más allá del río tumultuoso que besaba la costa rosarina, había otra agua, de otro color, de otro sabor, de otra profundidad. Otro mundo a descubrir. A los 15 años, Eduardo Paz se alistó en la Armada. A los 17 sirvió en el destructor «Seguí». Después pasó por el portaaviones «25 de Mayo». Llegó a ser cabo artillero. Cumplió 21 años en Malvinas. Volvió de la guerra. Pidió su baja. Intentó seguir viviendo. Se casó. Crió seis hijos. Sintió que su matrimonio se desbarrancaba. El lunes 22 de noviembre de 1999 dejó sobre una mesa su agenda, un teléfono celular que le habían prestado y las llaves de su casa. Mintió ir al Centro de Veteranos de Guerra de Rosario. Caminó hasta el Monumento a la Bandera. Subió por el ascensor los veintitrés pisos, hasta el mirador, hasta lo más alto. Miró el río. Volvió a intuir el mar, como cuando era chico y soñaba con palabras que ignoraba como pañol, amarras y sotavento. Se las ingenió para remover una reja de quita y pon para que la televisión registre los actos oficiales. Después se arrojó a la muerte desde setenta metros.

Eduardo Adrián «Tachi» Paz cayó desmadejado cerca de la efigie de la Patria Abanderada. No dejó una sola línea que explicara su decisión. Su familia cree que, antes de dar ese salto a la nada, pasó por una iglesia del culto evangelista. Las autoridades impidieron que la mamá de «Tachi» y la hermana vieran el cadáver. No dejó entrever su decisión. Ocultó su agonía y se la llevó a la tumba. Lo último que vio fue el agua que era parte de su vida. Dicen que en la mano derecha llevaba aferrada una foto de sus hijos.

—El amaba el mar. Con decirle que en los últimos tiempos le dijo a mi hija que quería irse al sur, a pintar barcos. Siempre quiso el mar. Cuando estaba en el portaaviones yo estaba contenta porque pensaba que iba a conocer el mundo. Le gustaba de alma la marina. Y ahora, ya ve…

Margarita Noemí Paz es la madre de Eduardo. A su lado, con una remera blanca en la que se dibujan las Islas Malvinas, está Marta Paz, la hermana. El «ya ve…» de Margarita es una caja con papeles y fotos y distintivos y diplomas y cartas que amarillean entre cintas con nombres de buques y documentos y estampas y emblemas y escudos: esa ilusionada torpeza con la que intentamos retener a quien ya no está; ese desesperado empeño por gritarle al olvido que no olvidamos. Margarita acaricia esa caja como alguna vez acarició la cabeza del chico que amaba el mar.

Nunca me voy a acostumbrar a no verlo más. El 27 de marzo de 1982 llamó para decirnos que lo llevaban, pero sin rumbo. Después me avisaron que estaba en Malvinas. Sé que llegó a estar en el hospital de Puerto Argentino con principio de congelamiento. Volvió a los diez días de terminada la guerra. Estuvo con nosotros por diez días y volvió a Bahía Blanca. Pero enseguida pidió la baja y se la dieron en diciembre. Al principio no hablaba nada. Yo tenía algunas revistas, ¿se acuerda?, aquellas que decían que íbamos ganando, uno creía en esas cosas… Pero él las hizo desaparecer. No quería ver. No se hablaba de la guerra en casa. El nunca habló. Ni en el trabajo ni con la familia. Mi hija mayor lo convenció de que viera a una psiquiatra. Y fue durante un tiempo. Pero nunca supimos qué hizo en Malvinas. Deben saber más los muchachos (por el Centro de Veteranos de Rosario) que nosotros. Yo los llamo mis excombatientes, ¿sabe? porque cada uno de ellos es un pedacito de él.

Paz parece haber sucumbido a lo que clínicamente se conoce como «síndrome de estrés postraumático», una patología que fue descripta desde los orígenes de la psiquiatría como un mal de los veteranos de guerra. Con el tiempo, el estrés postraumático se extendió como estudio a quienes han vivido situaciones límite (chicos abusados, violencia familiar, accidentes graves, sobrevivientes de atentados) y que hace que las víctimas vuelvan a revivir esos hechos y generen, entre otros cuadros clínicos, depresiones profundas, pesadillas, o pánico agudo.

Mi hijo sí tenía pesadillas. Tardaba en dormirse. Y cuando de dormía, por ahí se movía mucho, agitaba los brazos, las piernas, gritaba… Yo iba y lo despertaba. El abría los ojos pero miraba sin ver, seguía como dormido, no se despertaba enseguida aunque tuviera los ojos abiertos. A veces yo me lo llevaba a mi cama, como cuando era chico. Y se quedaba tranquilo. Después esas cosas pasaron. Se puso a estudiar, a terminar el secundario en el sindicato de los taxistas. Pero igual salía poco, hablaba poco. Desde que vino de Malvinas no hizo muchos amigos. Usted pregunta qué creo que pasó. Yo pregunto si no habré fallado como madre. Dicen que las madres se dan cuenta ¿no? Yo no me di cuenta de nada. El viernes 19 vino a dormir acá. Yo estaba mirando una película y se quedó conmigo. Desayunó el sábado acá y se fue en colectivo a su casa. A la noche me llamó para saber si yo iba a ir al culto. Le dije que sí, a las siete y media. El me dijo que no podía ir porque se quedaba con los chicos, que les estaba haciendo la comida. Amaba a sus hijos. Le pregunté si el domingo quería ir al campo, donde vive su hermano. Me dijo «Uy, cómo me gustaría saludar al Negro…»

Marta, la hermana que no quiere olvidar, sí notó algo raro. Desde hacía unos días, Eduardo buscaba una pieza para alquilar y había encontrado una a la que había empezado a llevar sus cosas el jueves anterior al lunes de la tragedia.

—Se había separado de su mujer hacía unos quince días. Algunas noches las pasaba acá. Otras con los chicos. El tenía su pieza acá, como siempre. La madrugada del sábado, muy temprano, cuando yo iba al trabajo, lo vi sentado en la cama, como pensando. No le dije nada pero me extrañó. El lunes llamé a mi hermana Graciela. Le dije que no lo veía bien. Mi hermana me dijo: «Me lo traje a casa. Va a comer con nosotros». Le dije que lo tuviera allí y que estuviésemos en contacto. Hablé otra vez más tarde y mi hermana me dijo que no se quería quedar en la casa: «Comió, se bañó y se quiere ir al Centro de Ex Combatientes.» Yo le había prestado mi celular y hablé con él. Me dijo que se iba a caminar un rato. Mi hermana lo llevó en el auto al centro. Lo dejó en Corrientes y San Juan. Algo le olió mal porque dio una vuelta con la intención de volver a verlo, pero ya no lo vio más. Eran las tres y media de la tarde, más o menos.

A las cuatro y veinte, Paz estaba muerto. Había pasado a integrar una cifra tan numerosa como la de los muertos en suelo malvinense durante la guerra: la de los veteranos que eligieron quitarse la vida.

—Por supuesto que pensamos que fue por la guerra. No eligió cualquier lugar para matarse: lo hizo en el Monumento a la Bandera, que es todo un símbolo. Estaba esperando una pensión de doscientos cincuenta pesos o trescientos pesos, que recién llegó en diciembre del año siguiente.después. Pero no es por plata que se mató.

¿Por qué se mató Paz? Tal por la ingratitud. Los veteranos de guerra de Malvinas llevan a cuestas el peso de otra guerra: la de enfrentar la indiferencia, el desamparo, el desapego, el aislamiento, la desprotección en la que han vivido durante dos décadas, y que parece ser una extensa prolongación, en democracia, de la política con la que la última dictadura militar encaró la derrota de Malvinas. El reclamo más común que se escucha en los excombatientes es: «Queremos que se sepa la verdad. Queremos que alguien nos diga: «Gracias por lo que hicieron». Han pasado veinte años. Y de entre quienes tuvieron la suerte de regresar, casi trescientos han dejado a sus familias un consuelo mínimo, una atadura indulgente donde aferrarse para seguir viviendo. La madre del marinero Paz, digna y entera, tal vez muerta por dentro pero de pie, como los árboles, lo resume en una frase.

Por eso, siempre que hay estrellas, yo miro al sur: porque era el sur de él.

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