Un hito de la guerra de Las Malvinas Fuego sobre el Atlántico Sur
Un hito de la guerra de Las Malvinas
Fuego sobre el Atlántico Sur
Por Ernesto Castrillón y Luis Casabal
La Nación Line, Domingo 10 de septiembre de 1997, Buenos Aires, Argentina.
Rompiendo un silencio de más de quince años, los pilotos de la misión argentina que hundió al destructor inglés Sheffield revelan aquí todos los detalles del mayor golpe asestado a la Fuerza de Tareas británica durante el conflicto de 1982.
La HMS Sheffield asistida por el HMS Arrow luego del impacto del Exocet disparado por los SUE de la Aviación Naval Argentina.
Parafraseando a Winston Churchill, nunca tan pocos -diez pilotos argentinos, cuatro aviones franceses Super Etendard y cinco misiles Exocet- hicieron tanto para complicarles la vida y las operaciones a la Fuerza de Tareas británica (Task Force) que participó en 1982 en la Guerra de las Malvinas.
Operando desde su base en Río Grande (Tierra del Fuego), el 4 de mayo de ese año los diez pilotos argentinos, que eran los únicos en el país entrenados en el vuelo de los sofisticados Super Etendard, pertenecientes a la II Escuadrilla Naval de Caza y Ataque, perpetraron un demoledor ataque al moderno destructor tipo 42 HMS Sheffield, ubicado a la vanguardia de la flota inglesa.
Mortalmente dañado, el buque se terminó de hundir en las heladas aguas del Atlántico sur el 10 de mayo. La foto del gran navío inglés envuelto en llamas ya había dado la vuelta al mundo.
El éxito de la misión -considerada por los expertos como de una audacia y técnica irreprochables obligó a la flota inglesa a alejarse muy al este de las islas Malvinas, lo cual complicó notablemente sus operaciones aeronavales.
Tanto el jefe de la Task Force, el vicealmirante Sandy Woodward, en su libro One hundred days (Cien días, 1992) como el reciente trabajo del historiador militar inglés Nigel West (La guerra secreta por las Malvinas, 1997) destacan la importancia de ese ataque, al señalar que obligó a cambiar los planes operativos de la flota.
Debido al traslado de ésta hacia el este del archipiélago, los aviones Sea Harrier de la Task Force debieron operar en condiciones riesgosas, al borde de su autonomía de vuelo.
Más de 15 años después del hundimiento del Sheffield. los responsables de la escuadrilla relatan aquí por primera vez hasta los detalles más íntimos y secretos de la historia, convertida desde los momentos iniciales en uno de los hitos del cónflicto.
Reunidos por LA NACION, el capitán de navío (R) Jorge Colombo (jefe de II Escuadrilla), el capitán del navío (R) Augusto Bedacarratz, el capitán de corbeta (R) Armando Mayora (ambos pilotos de los 2 aviones Super Etendard que atacaron al Sheffield) y el capitán de navío (R) Ernesto Proni Leston, comandante del avión Neptune, que permitió hallar el blanco del ataque, reconstruyeron el operativo con singular precisión, como si hubiese ocurrido ayer.
La escuadrilla
Por insólito que parezca, la escuadrilla de aviones que pasaría a la historia había sido conformada, muchos años antes, atendiendo al tamaño de un ascensor. «Cuando la Armada, a fines de los años setenta, vio que los A4 de la aviación naval se estaban poniendo viejos -recuerda el capitán Colombo-, pensó en reemplazarlos por otros A4 y recurrió al mercado norteamericano.
Por esa época (1977) estaba en vigencia la restricción en la venta de armamentos a la Argentina por el tema de los derechos humanos, así que los Estados Unidos no nos quisieron vender. Se buscó un avión naval que entrara en nuestro portaaviones, el 25 de Mayo. Entrar en un portaaviones no quiere decir solamente que pueda enganchar en la cubierta y ser catapultado, sino que entre también por el ascensor de la nave».
El único que cumplía tal requisito era el Super Etendard, fabricado por Dassault-Breguet (Francia), cuya adquisición implicaba un salto tecnológico muy grande para la Armada. La empresa tenía una línea montada y se podían sacar 14 aviones para la Argentina (de los cuales sólo 5 llegarían al país).
Se envió a Francia a diez pilotos con mucha experiencia, porque se trataba de un avion muy difícil y exigente. Llegaron a París a fines de 1980 y regresaron a la Argentina en 1981, con aproximadamente 45 o 50 horas de vuelo cada uno. En noviembre de ese año fue el bautismo oficial de la escuadrilla, que estaba instalada en la base Comandante Espora.
Aquel verano transcurría sin otra novedad que la presencia de aquellos aparatos deslumbrantes. Hasta que el 31 de marzo, Colombo fue llamado a la jefatura de la fuerza. «Mañana desembarcamos en Malvinas», le dijeron.
Cuando se repuso del asombro ya estaba trabajando…, y haciendo trabajar.
Los pilotos tuvieron que prepararse contra reloj: en sólo quince días debían estar listos para operar. Colombo desmiente que la misión de ataque al Sheffield haya sido pensada como una respuesta al hundimiento del crucero General Belgrano, ocurrido el 2 de mayo. En rigor, el 1° de mayo se frustró una misión de ataque porque el propio avión de Colombo tuvo problemas al cargar combustible en vuelo.
Niega también un aporte de los satélites soviéticos para ubicar a la flota inglesa. «Yo me moría por tener información y no me hubiera importado en lo más mínimo de dónde venía».
Abril de 1982. La escuadrilla, con sus cuatro Super Etendard en la pista, en la base de Río Grande, después de un entrenamiento previo al ataque.
Los dos pilotos de Super Etendard que atacaron al Sheffield, Bedacarratz y Mayora, tienen muy frescos en la memoria los preparativos de la misión.
«No teníamos la certeza del funcionamiento del misil -recuerda Bedacarratz-, y la asistencia técnica de Aerospatiale no vino para ponerlo a punto. Lo tuvimos que hacer nosotros. En teoría funcionaba perfectamente. Pero faltaba verlo en acción.»
Por ese entonces, agrega Colombo, los ingleses creían que la Argentina sólo tenía l o 2 Exocet en condiciones de operar. Ignoraban un dato fundamental: las últimas especificaciones técnicas para hacer funcionar el misil fueron obtenidas de un empleado argentino, despedido de la firma francesa, quien le pasó los datos a un piloto de Aerolíneas Argentinas.
Había 5 aviones (cuatro, en rigor, porque uno fue canibalizado, es decir, se lo desarmó para poder disponer de repuestos) y 5 misiles para llevar a las Malvinas.
Una vez urdido el plan de ataque, los pilotos se adiestraron con los destructores tipo 42 que tenía la Armada argentina, siempre en parejas.
«Todas las misiones de guerra de nuestra escuadrilla -afirma Mayora- fueron de a dos aviones. Fuimos siempre solos al ataque, nunca tuvimos cobertura aérea de nadie, y lo hicimos como dice la táctica naval que hay que hacerlo.
Habíamos logrado que todas las parejas de pilotos trabajaran en total silencio. Nuestro punto de adiestramiento era llegar al lanzamiento sin decirnos nada.»
El 1° de mayo se lanzó el primer intento de ataque, que culminó en una frustración por razones mecánicas. Por un compromiso entre los pilotos, la pareja que sacaba las ruedas del piso (esto es, que despegaba), lanzara o no los misiles, después del intento debía ceder su lugar. Quedaron, pues, Bedacarratz y Mayora como los próximos en intentar el ataque.
Eran horas terribles de ansiedad, de nervios. El 2 y el 3 de mayo tuvieron un alerta. El 3 inclusive estuvieron en la cabecera de la pista, a punto de salir. «Lo que desgastaba era todo lo previo a la misión -dice Mayora-, los preparativos. Después, cuando uno saca las ruedas del piso y empieza el vuelo, ya está, uno está jugado».
Finalmente, el 4 de mayo los pilotos fueron despertados temprano y repitieron una vez más la planificación del ataque. A las 9.30 subieron a los aviones, despegaron y se encontraron en vuelo con el avión tanque (un Hercules) en el punto previamente determinado. Todo salió sin problemas.
Pasaron entonces a la fase final del ataque. Un ataque que fue de «bajo lóbulo»: una penetración baja para evitar los radares y las defensas aéreas de la flota enemiga. A la hora combinada con el avión explorador, Bedacarratz hizo la única comunicación desde que habían despegado.
«La nuestra -se ufana- fue la única misión que se hizo como lo indica la doctrina de la aviación naval, con un previo trabajo de exploración (el que hizo el Neptune). Eso nos daba mucha seguridad, porque sabíamos que no íbamos a encontrarnos con un piquete enemigo.»
Las condiciones meteorológicas el 4 de mayo eran malas. No era un día para volar. Para los argentinos, sin embargo, resultaban espectaculares, porque tenían muy bajo techo (en el orden de los 500 metros) y además chubascos que complicaban algo el ataque, pero que les daban la tranquilidad de que iba a ser muy difícil que los Sea Harrier ingleses los pudieran encontrar.
El avión explorador pasó a Bedacarratz los dos blancos (uno chico y uno grande) y éste tomó la decisión lógica de atacar al grande. Cuando los aviones llegaron a 30 millas del blanco, treparon para alcanzar una altura como para abrir su radar, pero cuando llegaron arriba no había nada.
Las condiciones climáticas les habían jugado una mala pasada.
«La formación de ataque era abierta -cuenta Mayora-. Los dos nos cuidábamos la cola de los interceptores. Ese día, por los chubascos, la visibilidad quedó muy reducida. Había momentos en los que nos perdíamos de vista.»
La formación hizo entonces una derrota para evitar la isla de Beauchéne, que es acantilada. Bedacarratz recuerda que los preocupaba la posibilidad de encontrar allí, oculto bajo la sombra de la isla, algún buque o algún piquete inglés.
Desde ese momento, todo se aceleró. Los Super Etendard volvieron a bajar y luego treparon otra vez, hasta llegar a la posición de 30 millas del blanco, al que ubicaron. Bajaron luego a la posición de lanzamiento y allí rompieron el silencio. El radar, a partir de ese punto, no se apagó más.
Luego pasaron a la preparación del lanzamiento de los misiles e hicieron un pequeño giro a la derecha para ubicarse en la dirección del ataque final.
Había llegado el instante crucial de la decisión.
Mayora quedó un poco atrás de Bedacarratz, que dio la orden de lanzamiento justo al entrar en un chubasco. Una orden que Mayora no oyó.
«Cuando lo veo salir del chubasco -rememora Mayora- y veo fuego debajo de su avión, le pregunto: «¿Lanzó?
Y me contesta: "Sí
. Entonces, allí mismo aprieto el botón de lanzamiento del Exocet. Entre que uno dispara y el momento en que se desprende efectivamente el misil hay una secuencia de un segundo y medio que parece una eternidad. Además, era el primer lanzamiento real que hacíamos y teníamos la duda de su funcionamiento.»
Tras el lanzamiento del Exocet (que pesa 650 kilos), los aviones se descompensaron. Los pilotos giraron bruscamente sobre el rumbo de escape y volvieron a la base. En la vuelta, Mayora pasó por detrás de Bedacarratz con su radar encendido (se había olvidado de apagarlo) y lo iluminó. Bedacarratz le pegó un grito, creyendo que tenía una intercepción. Fue un momento dramático. Después, ambos pilotos pusieron máxima velocidad y salieron del área.
Facsímil del informe de la misión contra el Sheffield, escrito de puño y letra por el capitán de corbeta Mayora.
El ataque de los Super Etendard argentinos, que se produjo a las 11.2, impactó en el destructor Sheffield, al que dejó herido de muerte. Veintiuno de sus tripulantes perdieron la vida, y tras un incendio imposible de controlar, el buque se entregó mansamente a las profundidades del Atlántico.
Detrás del desconcierto y preocupación de los marinos ingleses vino la polémica. Los británicos afirmaban que uno de los Exocet lanzados se había perdido sin dar en ningún blanco y que otro había impactado en el Sheffield sin detonar, aunque provocando el incendio que terminó con el barco.
Colombo tiene una idea de lo que pudo haber pasado. «A mí no me consta que no hayan pegado los dos misiles y detonado los dos -admite-. Teniendo en cuenta las condiciones en que fueron lanzados (desde el mismo punto y en forma casi simultánea) y también lo que declaró inicialmente el capitán del Sheffield, Sam Salt (confesó a la BBC que había escuchado dos explosiones), yo no tengo dudas de que pegaron los dos, que tal vez entraron por el mismo boquete, y que explotaron los dos o al menos uno de ellos. Y no lo digo para defender a los fabricantes del Exocet porque nunca recibí nada de ellos. Ni un tornillo».
Tiempo después de concluir la guerra, el coraje y profesionalismo de los pilotos de la II Escuadrilla Naval fueron ampliamente reconocidos por sus adversarios de entonces.
Colombo y sus hombres recuerdan hoy la historia con la voz templada.
Todavía el corazón repiquetea al reconstruir aquella fría y brumosa mañana de mayo, cuando regresaron a la base con la misión cumplida.
Rastreando al enemigo
Se trataba de un avión que, milagrosamente, había escapado al destino de sus hermanos gemelos en la Argentina. Todos los otros Neptune reposaban plácidamente en distintos museos del país.
Pero este viejo guerrero francés que, al decir del capitán de navío (R) Ernesto Proni Leston, «no funcionaba gracias al combustible, sino gracias a Dios», fue el reflector que marcó la ruta que debían seguir los Super Etendard para herir de muerte al Sheffield. Es decir, una tarea de condición sine qua non para el objetivo final.
Proni Leston fue el comandante del Neptune de exploración, encargado de rastrear y ubicar a la flota inglesa el 4 de mayo de 1982, para informar al escuadrón de los Super Etendard la posición de los blancos enemigos.
La operación se inició en Río Grande (Tierra del Fuego) la noche anterior, el 3 de mayo, a la hora de la cena. «La misión comenzó con un vuelo de exploración sobre el área de Puerto Argentino, con el fin de determinar si la zona estaba libre para la llegada de tres aviones Hércules de la Fuerza
Aérea que partían de Comodoro Rivadavia», relata Proni Leston.»
En esas circunstancias estaba previsto que el explorador actuara con la cobertura aérea de una escuadrilla de Mirage o Dagger que estaban en Río Grande. Pero estos no tenían la suficiente autonomía de vuelo para hacerlo.
Se tomó entonces la decisión de que saliera solo.
A las 4 estaba listo el avión. Hicieron el prevuelo con toda la tripulación y despegaron a las 5. La evaluación del radar se hizo cuando todavía estaban en zona segura. El equipamento del avión era de la década del cincuenta.
Avión de museo
Para esa época, los únicos dos países que todavía tenían volando Neptune eran Francia y la Argentina. El resto los habían sacado de servicio y estaban en los museos.
El que permanecía aquí se encontraba en razonables condiciones operativas, pero a la semana de comenzada su misión en el Sur se pincharon totalmente los equipos electrónicos.
Las condiciones meteorológicas cambiaban para cada misión el alcance del radar. El avión volaba para que nadie lo encontrara. No usaba radar, no emitía comunicaciones… En un momento determinado, de acuerdo con el plan de navegación, se había establecido que emitiera dos o tres vueltas de radar cubriendo el área; después se volvía a apagar todo, se bajaba, se cambiaba de rumbo y se buscaba otra posición.
«El 4 de mayo subimos y emitimos a la 7.8. Se recibieron varias señales: una de ellas provenía de un buque tipo 42. Tomada la posición del barco, en 15 segundos aproximadamente enviamos la información del contacto» cuenta Proni.
«Yo estaba despierto esa noche desde las 3 -recuerda el capitán Jorge Colombo, jefe de la escuadrilla de Super Etendard-. Cuando el Neptune envió la primera posición, a las 7.8, me acuerdo que fui y lo desperté al vasco (por el capitán de navío Bedacarratz) y le dije: «Vasco, tenemos laburo».
El día del ataque al Sheffield, la misión del Neptune duró desde las 5 de la mañana hasta las 13. Cuando se informó la detección se anuló la operación de los Hercules, y se le ordenó a Proni Leston mantener la exploración y contacto sobre el blanco. Con esa indicación, ellos sabían que iba a haber un ataque y que estaría dado por los Super Etendard. El radar seguía dando problemas, ya que funcionaba con cristales, que se quemaban. Tanto fue así que los operadores de radar siempre llevaban en los bolsillos, en lugar de caramelos, cristales.
«Nos llega la orden de poner una posición determinada a las 10 y ya no teníamos más cristales. ¿Qué hicimos? Sabiendo la última posición -relata Proni Leston-, hacemos un vuelo hacia la zona donde había sido hundido el crucero General Belgrano, para intentar un engaño, como si fuéramos a buscar a los sobrevivientes del barco. Teníamos que volver a las 10 y luego a las 10.35. A esa hora volvemos a la posición ya sin cristales. Habíamos determinado cuatro blancos (uno de ellos grande) y lo habíamos informado.»
A las 10.35 se acercaron bien pegados al agua, en vuelo rasante, al punto estimado, y la pantalla estaba lechosa por la falla de los cristales. Los superiores pedían una aproximación. Se acercaron más para realizar el barrido del radar.
Ni bien asomaron la nariz y pusieron el radar en el aire, las contramedidas bramaron, porque tenían señales de todos lados. Esa fue la información definitiva, a las 10.35.
«Tomada esa información -sigue Proni Leston-, nosotros nos vamos abajo de nuevo, cambiamos rápidamente de rumbo y al minuto Bedacarratz salió al aire con mi sobrenombre: «Gaucho (ningún inglés me iba a llamar así). Yo le contesté: «Vasco`, y le pasamos dos posiciones de blancos (uno chico y uno grande).» No hablaron más.
Emprendieron el regreso y los Super Etendar iniciaron su tarea. «En la vuelta me tenían loco preguntándome de todos lados. Yo no le contesté nada a nadie. Luego la única comunicación que tuvimos fue en la vuelta de los Super Etendard, que nos dijeron: «Lanzamos sobre el blanco enganchado. Sólo ahí envié la comunicación del mensaje oficial del ataque», cuenta con emoción Proni Leston.
Los Super Etendard aterrizaron quince minutos antes que el Neptune. La tripulación del viejo avión rebosaba de alegría porque, teóricamente, las características del sistema de armas de los Super Etendard hacían pensar que las probabilidades de impacto eran altas.
Hablando de las cábalas empleadas en la misión, Proni Leston recuerda: «Yo nunca hice lo que sí hicieron ellos (por los pilotos de Super Etendard): volar como un salame. Es decir, ponerse el equipo de vuelo normal, encima el equipo de antiexposición (con abrigo en el medio), el chaleco salvavidas y los arneses para el lanzamiento en paracaídas».
Proni Leston no volaba con nada por una razón muy sencilla: como tenía un avión de la década del cincuenta, no podía hacer absolutamente nada para defenderse contra un avión como el Sea Harrier.
«Las opciones, si me pegaban -explica- eran una explosión, un daño estructural que no permitiera controlar al avión o una avería que me permitiera llegar al agua más o menos controlado. En esa circunstancia el Neptune tenía botes grandes que se armaban al contacto.»
Por la cabeza de Proni Leston se paseaba una lógica simple, pero práctica: «Para qué me voy a poner estas cosas. Si se da la tercera opción, igual voy a tener tiempo para llegar al bote». Así que hasta el chaleco personal lo ponía debajo del asiento. Entonces, volaba sin casco, con un gorrito, cómodo. En el avión había muchos que se ponían globos en los bolsillos para inflarlos si se caían al mar.
¿Alguna cábala? Se formaba a toda la tripulación delante del Neptune, se daban las últimas directivas y comenzaban a subir. El comandante era el último. Una vez que estaban todos arriba, el jefe se acercaba a la rueda de proa del avión, grandota como era, la palmeaba y le pedía: «Viejo geronte, hoy traéme de vuelta». Esto lo hacían cada vez que subían al avión. A la vuelta, bajaban todos y el comandante también era el último en hacerlo.
Bajaba, tocaba la rueda y le agradecía: «Viejo geronte, gracias por haberme traído de vuelta».
La Nación Line, Domingo 10 de septiembre de 1997, Buenos Aires, Argentina |