Sobrevivientes del «Belgrano», historias de solidaridad y heroísmo
Sobrevivientes del «Belgrano», historias de solidaridad y heroísmo
Clarín Jueves 4 de abril de 2002 , Buenos Aires, Argentina
ESPECIAL / MALVINAS 20 AÑOS DESPUES:
HISTORIAS DE LOS QUE PELEARON EN LA GUERRA
MARINERO RUVIERA Y CONSCRIPTO FORNES
Casi la mitad de las muertes argentinas durante la guerra se produjeron por el hundimiento del mayor barco de la Armada. Los sobrevivientes jamás borrarán aquel episodio de sus vidas.
Lucas Guagnini. DE LA REDACCION DE CLARIN.
«Sabía que en algún momento la íbamos a ligar»
El 16 de abril de 1982 el marinero Juan Carlos Ruviera zarpó de Puerto Belgrano seguro de que «en algún momento la íbamos a ligar. Eramos un barco de guerra e íbamos a la guerra». Pero nunca imaginó que las 33 horas más frías de su vida las pasaría sacando agua de una balsa inflable naranja con sus zapatos y calentándose únicamente con el pis que él y sus 18 compañeros de odisea hacían en una bolsa de plástico que pasaba de mano en mano.
Los dos torpedos británicos que impactaron el «Belgrano» ese 2 de mayo de 1982, y las horas de futuro incierto con 20 grados bajo cero de sensación térmica que lo fueron entumeciendo desde el dedo gordo del pie hacia la cintura, dejaron en Ruviera una secuela extendida entre los veteranos de guerra: el miedo visceral a morir.
Si en los primeros años posteriores al regreso las consecuencias se hicieron sentir más en su familia que en él mismo, con el tiempo fue a la inversa. «Yo soy de Larriestra, un pueblo cercano a Saladillo, y me metí en la marina como forma de tener un futuro laboral. Después del hundimiento, nos dieron 15 días de licencia. Cuando tuve que volver a Puerto Belgrano mi viejo lloraba como loco. Tenía miedo de perderme para siempre. Así que seguí hasta agosto de 1982 y me fui porque él no aguantaba, aunque había sido quien me impulsó para que entrara a la Armada».
Cuando el padre de Ruviera murió, en 1986, fue su turno de sufrir las secuelas de la guerra. «Entré en un pico de depresión terrible hasta el 90. Me salvó un médico de Saladillo, hablándome y dedicándome tiempo, casi nada de medicamentos. Cuando me ponía mal lo iba a ver y el tipo me hablaba. Yo le decía: »Estoy mal, estoy muy enfermo». Y él me contestaba: »Pero si vos estás más sano que yo.» Tardaba una hora en llegar. El viaje se me hacía interminable. Al entrar tenía una taquicardia que me parecía que me moría y después de hablar tres horas me iba tranquilo».
Ruviera dice que, aunque había apoyo para los veteranos, desde la Armada jamás le preguntaron por su estado. «En la marina siempre recibieron mejor un pedido de ayuda médica que el de un certificado de veterano, o un pedido de trabajo, que son iguales de necesarios. En esos casos te miraban con cara de asco. A mí igual no se me dio por ir. Tomaba mi problema como algo personal y por ahí no lo relacionaba con la guerra.»
Hoy Ruviera es empleado bancario, trabaja en programas de ayuda para veteranos organizados por ellos mismos y sigue casado con la misma mujer de aquel entonces. Pero de aquellos días de depresión conserva algo más que el mal recuerdo.
«Nunca me voy a perdonar lo que le hice a mi hijo mayor, que hoy tiene 16 años. Ponerme a llorar en la mesa y que él me viera. Con mi depresión me perdí los mejores años de su vida y no lo acompañé cuando crecía. Por suerte mi señora siempre estuvo». Por eso su hijo menor, Bernabé (5 años), recibe atención por dos. «Tal vez equivocado, pero le doy a él todo lo que no le pude dar al otro». Nacido 15 años después de la guerra, Bernabé no es ajeno al pasado de su padre: «Cada vez que ve un barco, me pregunta: »Papi, vos estuviste ahí.» Tampoco le cuento tanto».
La cara de Ruviera se pone tensa cuando habla del hundimiento. El ataque, que fue decidido personalmente por la entonces primer ministra británica Margareth Thacher, se produjo cuando Ruviera estaba en su puesto de artillero. «Con la primera explosión creí que había sido un polvorín nuestro». Pero cuando el segundo torpedo voló 15 metros de proa cercanos a su puesto, supo lo que sucedía. Había olas de 10 metros de alto y vientos de 100 kilómetros por hora.
Al inclinarse el barco por la avería, se dificultó el acceso a las balsas que quedaban del lado más alto de la cubierta. «La que me correspondía se enganchó con el barco. Y cuando un marinero intentaba cortar la soga, lo agarró una ola y pinchó la balsa. Así que tuvimos que bajar un gomón, ponerle un motor e ir a buscar otra balsa. Yo subí al gomón y pedí que me pasaran el motor.
Era un motor pesado, que normalmente movíamos entre dos. Pero por la desesperación un tipo solo lo levantó y me lo tiró. Al caer rompió el piso del gomón y lo pinchó. Y después encima no arrancaba».
Finalmente Ruviera y un grupo de diez más abordaron una de las balsas. Por el oleaje y el frío era más conveniente que las balsas estuvieran al máximo de su capacidad, con 20 personas. Así fue que, en la noche y cuando las olas daban una tregua, saltaron de a uno a otra balsa. Eso les salvó la vida: las balsas que quedaron con pocas personas fueron rescatadas con todos sus ocupantes muertos congelados.
Como les sucedió a muchos veteranos que regresaron a pueblos pequeños del interior, Ruviera recibió allí el reconocimiento que en su breve paso por la Capital al regreso del sur había sentido que faltaba. Le dieron trabajo en una estación de servicio y los vecinos le repusieron las pertenencias que había perdido en el hundimiento: un radiograbador, un reloj y ropa.
«Estos 20 años se me pasaron volando, lo único que no me perdono es lo de mi hijo», insiste. Y agrega lo que, le parece, es el problema central para cualquier veterano. «Lo principal es tener un trabajo. Por suerte yo lo tengo. Te pueden dar pensiones y reconocimientos. Pero si no tenés una preocupación que te distraiga de lo que pasó es muy difícil seguir adelante».
«Remamos con las manos en el agua helada»
Para Oscar Fornes no hay dudas: «A mi el ataque me tendría que haber encontrado durmiendo.No me hubiera salvado.» Su destino fue otro.
«Yo tenía que entregar la guardia a las cuatro menos cuarto. Pero mi relevo se atrasó 15 minutos y cuando a las cuatro de la tarde impactó el primer torpedo yo estaba en la cubierta y no en el sollado, donde se calcula que murieron 260 de las 323 víctimas. Si mi relevo hubiera llegado a tiempo, yo me hubiera ido directo a dormir porque había estado de guardia desde las 12 de la noche hasta las 4 de la mañana. Después hubo un alerta de ataque que duró hasta las once de la mañana. Y a las doce ya había entrado a la guardia de vuelta. Ni bien saliera me iba a ir para abajo».
Rindiendo honor a esa suerte, cada 2 mayo, cuando se cumple un aniversario de aquel domingo trágico de 1982, él festeja como si fuera su cumpleaños. «Para los familiares de los muertos es el día más triste de su vida. Yo volví a nacer. Invito a los amigos, a la familia, a otros sobrevivientes y a excombatientes. El último 2 de mayo nos juntamos 90 acá en casa».
Las ceremonias en torno a la salvación pueden tener para Fornes también pequeña escala. «En todos los autos que tengo puse la calcomanía de Ushuaia, porque ese es el primer lugar en el que pisé tierra firme después de que me rescataron.» Al igual que el resto de los sobrevivientes recuerda con el afecto nacido de haber vuelto a sentirse seguro y bajo techo esa isla donde les dieron mamelucos azules para vestirse y frazadas para la primera noche de sueño.
Es evidente que para Fornes esos días nunca quedarán en el pasado. En su living cuelga un cuadro del «Belgrano» en el que se ocupa de marcar el lugar de impacto de los torpedos, su posición al momento del ataque y el lugar donde estaba la balsa que le tocaba a él.
En la pared de enfrente, dos gorras distintivas del «ARA General Belgrano» coronan el aparador. Y de la puerta de abajo a la derecha saca dos álbumes de fotos para mostrar imágenes del viaje que hizo con su familia a Ushuaia. En varias tomas está frente al galpón que lo cobijó aquella primera noche en tierra firme, que ya lleva 20 años grabada en su memoria.
Esa ligazón al pasado, y su militancia en la Asociación de Veteranos de Guerra de Malvinas, también lo llevaron hacia el lugar donde se iniciaron las 36 horas que pasó a la deriva, cuando abordó un buque que tenía por destino situarse en el punto exacto del hundimiento. «Por el mal tiempo no pudimos llegar», dice con desazón.
No necesitó llegar hasta allí para recordarlo todo. En especial cuando, desesperado, junto a sus 15 compañeros de balsa intentaban alejarse del barco antes de que se hundiera, provocando una gran succión que los arrastraría a las profundidades. «Teníamos dos remos, que en ese mar eran lo mismo que nada. Dábamos brazadas con las manos en el agua helada para alejarnos. Al final una enorme ola chocó contra el barco y en el rebote nos arrastró como 500 metros.» De todas maneras, como el barco primero se ladeó y luego se hundió desde adelante hacia atrás, el temido efecto succión no se produjo.
Con el resto de los sobrevivientes, pasó un día y medio en una balsa perdida en el Atlántico sur. «Era como un corcho en un lavarropas. Si caías al agua, tardabas cuatro minutos en congelarte. Cantábamos para no perder el ánimo. Y despertábamos al que se dormía para que no se congelase y sufriera la »muerte dulce» «.
Fornes dice que no quedó particularmente afectado por la tragedia. Pero se amarga hablando de la respuesta de la gente. «Al principio la sociedad no brindó el apoyó que necesita un sobreviviente, nos apoyaba la familia y los compañeros del Belgrano. La sociedad argentina es así. Le da importancia a cosas que no lo merecen. En el 82 era más importante el fútbol que nosotros. Mientras mucha gente miraba el mundial nosotros flotábamos en el agua cagados de frío. Y cuando la sociedad se daba cuenta de que existíamos, era para tratar de aislarnos porque no estábamos bien o discriminarnos laboralmente.»
En su barrio, en cambio, lo recibieron con honores: el domingo siguiente al hundimiento, durante un partido de fútbol, lo llamaron al centro de la cancha para aplaudirlo desde los tablones. «Eso me ayudó a levantar el ánimo».
Entre los veteranos de Malvinas, los sobrevivientes del «Belgrano» forman un grupo autónomo y unido, que desde 1983 se encuentra año a año. Fornes, que era conscripto y hoy tiene una pequeña fábrica metalúrgica, es un activo participante de la Asociación Amigos del Crucero General Belgrano. Uno de sus máximos orgullos de posguerra es haber editado el libro «323 Héroes del Belgrano», en el que se publicaron las fotos de la mayoría de los muertos. Y uno de sus máximos dolores fue cuando le tocó entregar el libro a la madre de un conscripto muerto, que descargó su bronca contra él. «Los únicos héroes son los 323 muertos, nunca los que pudimos sobrevivir», repite Fornes una y otra vez en tono formal y respetuoso.
A partir de los 90, asegura, se dio un cambio en el trato de la gente hacia los veteranos. «Además nos empezaron a permitir dar charlas en las escuelas». El comienza sus charlas preguntando qué diferencia hay entre el sargento Cabral y los héroes del «Belgrano». Respuesta: Uno murió en tierra y los otros en el mar. Luego es el turno de los chicos. Una pregunta se repite en los distintos cursos: «¿Volverías a arriesgar tu vida por la Patria?» Oscar —casado, con una hija de 5 años y otro en camino— infla el pecho y contesta: «Sí.»
Clarín Jueves 4 de abril de 2002 , Buenos Aires, Argentina