La púa de Stroessner

Guerra de Malvinas 1982

La púa de Stroessner

Clarín Domingo 31 de marzo de 2002 , Buenos Aires, Argentina

MALVINAS: LAS BATALLAS
SECRETAS DE LA GUERRA FRÍA

La púa de Stroessner

Por Oscar Raúl Cardoso

Hubo sospechas de conspiraciones en el eje Buenos Aires-Moscú-Washington, atizadas por la guerra y la línea que el gobierno de Galtieri imprimió a la política exterior en busca de aliados. Galtieri temió que un golpe, encabezado por el embajador norteamericano en Buenos Aires, Shlaudeman, lo derrocara. Esa «conspiración» contaba, supuestamente, con destacados políticos locales.
Esta es la

ALIADOS SOSPECHOSOS. Haig y Costa Méndez, en los días del conflicto.(Foto: Archivo Clarín)

Así como la diplomacia americana estaba obsesionada con un posible golpe prosoviético en la Argentina, para reforzar el hipotético giro de los militares por el aislamiento al que lo habían sometido sus supuestos aliados occidentales, el gobierno de Galtieri temía que la diplomacia de Washington estuviera conspirando para derribarlo.
Los rumores de la «conspiración americana» aumentaron mucho a partir del desembarco británico en el estrecho de San Carlos, el 21 de mayo de 1982. Mientras las tropas avanzaban hacia las posiciones argentinas en Puerto Darwin, donde se libraría la primera gran batalla terrestre por las Malvinas, en Buenos Aires la inteligencia militar vigilaba muy de cerca los movimientos del embajadorHarry Shlaudeman Estaban seguros de que en los salones de la embajada americana y de la residencia del embajador se cocinaba a fuego lento el fin de la Junta Militar.

Desde unos días antes, la embajada ya tenía fuertes indicios del enojo de la cúpula militar argentina —sobre todo de Galtieri y del almirante Anaya— sobre este seguimiento.
Un comentario de Galtieri a un funcionario norteamericano, que no es identificado en los documentos, fue tomado como una advertencia directa por los diplomáticos: «El embajador —dijo el entonces Presidente— está teniendo almuerzos y cenas con dirigentes sindicales y con líderes políticos».
El 9 de mayo, un cable secreto de Shlaudeman a Alexander Haig informaba que el embajador había recibido otra advertencia con un agregado más grave.

Un emisario de la Casa Rosada, con buenos vínculos con la embajada, le hizo saber a Shlaudeman que sus movimientos con dirigentes políticos estaban destinados a tumbar a Galtieri.

Le mencionaron específicamente un diálogo que habría tenido con el peronista Angel Federico Robledo, un hombre inteligente y moderado que siempre había disfrutado de una excelente relación con los americanos. Inclusive el cable consigna una advertencia que el propio secretario general de la Fuerza Aérea, Rodolfo Guerra, le había hecho en persona a Robledo sobre la conveniencia de «ser cuidadoso» en esas conversaciones con la embajada americana. Shlaudeman le comenta entonces a Haig que en la situación que se vivía en Buenos Aires ningún político que apreciara su vida se expondría a mantener contactos con él.

Decía el embajador, bajando el tono de las advertencias, que «…esto pareciera ser una campaña psicológica diseñada para aislarnos mientras desacreditan a los políticos por asociarse con el aliado del enemigo de la Argentina».
Por cierto, la embajada, aunque cautelosamente, desplegaba su influencia y estimulaba el diálogo con sectores que juzgaban afines a las posiciones de Washington.

Si la reunión con Robledo existió (hay muchos indicios de que los encuentros de dirigentes moderados del peronismo no fueron esporádicos), está consignada en uno de los documentos secretos en los que se describe una reunión del embajador con tres políticos a los que no identifica: un conservador (que había sido embajador en Europa años atrás), un radical (posiblemente el propio jefe de la UCR de entonces, Carlos Contín) y un peronista con diario contacto con dirigentes de ese partido (Shlaudeman lo define como «…a middle-level peronist..).

Los tres, según ese documento, concluyeron que habría una derrota militar que tumbaría a Galtieri y, posiblemente, a Jorge Isaac Anaya, a quienes todos —incluido el propio embajador americano— indicaban como el principal instigador de toda la operación y el hombre más obstinado en negar, siquiera, la posibilidad de perder la guerra.

Dos de los interlocutores de Shlaudeman —el peronista y el conservador— veían un futuro con un gobierno «anticolonialista/nacionalista que luego de algunos años intentaría de nuevo recapturar las Malvinas». El radical, en cambio, creía que la caída de Galtieri prolongaría la dictadura militar y que luego de un largo período habría elecciones.

La conspiración contra Galtieri, sin embargo, comenzaba a correr por otras vías que incluía a personajes de la política y de las Fuerzas Armadas. Shlaudeman opinaba entonces que lo que buscaba Galtieri era consolidar su propia base militar, que temblaba a medida que las tropas británicas progresaban en la turba malvinense. Y que los rumores de golpe eran alentados por los propios partidarios de Galtieri para obturar, así, las grietas que se estaban produciendo entre los militares.

En una de las diarias evaluaciones que la embajada enviaba al Departamento de Estado, el embajador norteamericano volvía, como una letanía, sobre las acusaciones de «conspiración», las que rechazaba consignando, empero, su contenido.

Entre muchas, hay dos interesantes.La primera, incluía decididamente entre los conspiradores al ex embajador Carlos Muñiz, titular del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI), cargo que todavía desempeña.

La lista continuaba con el ex canciller de Roberto Viola (y ex ministro de Defensa de Carlos Menem), Oscar Camilión, e incluía también al ex jefe del V Cuerpo del Ejército, general José Rogelio Villarreal. La otra cuestión, siempre vinculada a los rumores de conspiración, aludía al intento de «salida a la griega» que auspiciaban sectores del radicalismo con vínculos militares: el reemplazo de Galtieri por un gabinete cívico-militar encabezado por el ex presidente Arturo Illia.

Esa salida, llamada entonces «solución Karamanlis», se refería al sistema utilizado por los coroneles griegos luego de la invasión a Chipre en 1974.Shlaudeman, en su comunicación con Haig, tuvo una actitud casi defensiva. Permanentemente aludía a su «prescindencia» de la situación interna argentina, como si un embajador norteamericano en un país en guerra pudiera hacer creíble esa versión.

En las comunicaciones secretas, Shlaudeman se dedicaba a destruir las versiones. Decía, por ejemplo, a fines de mayo, que con el general Villarreal, ex colaborador de Videla, «sólo me reuní una vez en mi vida hace seis meses.

El era candidato a ser jefe del Estado Mayor y eventual sucesor de Galtieri después de su retiro a finales de año». Sin embargo, Shlaudeman no podía ignorar que Villarreal advertía que, una vez que la derrota sobreviniera, era necesario apartar a Galtieri del Ejército y poner en marcha un gobierno de transición con figuras civiles.

Si existía una conspiración, ésta era la que mayor volumen tenía. Un civil muy cercano a Villarreal sostiene hoy que no había contactos directos con la embajada americana. Los documentos revisados por Clarín tampoco arrojan evidencias concretas de una connivencia entre el general santiagueño y la embajada. Sin embargo, muchos de los que rodeaban a Villarreal entonces no hubieran tenido dificultades para establecer lazos con Washington.

Es curioso, también, que en otro de los documentos secretos al que accedimos —y que publicamos en esta edición— se aludiera a Villarreal incluso como posible jefe de un «golpe prosoviético», otra de las fantasías que atravesaban como un rayo el paisaje político surrealista de la Argentina de entonces. Cuando se produjo el descalabro, Villarreal llegó a estar a un paso de la Presidencia pero el apoyo militar comprometido flaqueó en ese momento clave.

Respecto de Camilión, Shlaudeman informaba que había estado con él junto a otras personas en una cena y que ni el ex canciller ni ninguno de los presentes habían hablado mal de Galtieri. Más concreto, el cable de la embajada —aunque llama a Camilión una de las «bestias negras del régimen»— admite que fue el único que tuvo la audacia, en esa cena de mayo, de admitir que el desembarco en Malvinas no había sido bien pensado. Es claro que la embajada también consignaba en numerosos cables los rumores— algunos de los cuales habían sido publicados por el diario La Prensa— sobre una conspiración del grupo Viola-Liendo Fraga (se refiere al ex presidente de facto; a su ex ministro del Interior y a Rosendo Fraga, quien había sido asesor de Viola y Liendo en esas épocas) para llevar a Camilión a la Presidencia. Como está claro, había de todo, como en un bazar.Hay otro hecho curioso relacionado con estos rumores de contactos, conspiraciones y operaciones de inteligencia, muchas de las cuales parecen surgir más de viejos rencores, rivalidades y ambiciones que de información concreta.

La vinculación del ex embajador Muñiz con la conspiración, en la que también aparecía ligado Conrado Helbling, otro de los miembros del influyente CARI (hasta hoy sigue participando activamente de las actividades de ese foro de diplomáticos y políticos), es posible que hubiera surgido por la crisis que Malvinas produjo en el seno de esa selecta organización de la calle Uruguay.Shlaudeman atribuía entonces la versión que afectaba a Muñiz a las asperezas que habían surgido entre el titular del CARI y el canciller Nicanor Costa Méndez por el desembarco en Malvinas. «He escuchado hace un tiempo —decía Shlaudeman— que había mala sangre entre él (Muñiz) y Costa Méndez».

La diplomacia americana estaba indignada con Costa Méndez y con el embajador en la ONU, Eduardo Roca (miembros del CARI), por el vuelco anti-Washington que estaba adquiriendo la política exterior argentina por la guerra con Gran Bretaña. No podían concebir que ambos estuvieran utilizando una inflamada retórica que los acercaba a la URSS, a Fidel Castro y a los países no alineados, a los que —antes de Malvinas— Costa Méndez y Roca combatían sin concesiones.

Shlaudeman los llama irónicamente los «antiguos occidentalistas de línea dura» y afirma en un cable que el discurso que dio Roca en el Comité de Descolonización de la ONU «nos hace recordar a la retórica izquierdista del gobierno peruano de los 70». Hoy, seguramente Roca está arrepentido de aquella verba inflamada, que le era tan ajena, pero que repitió con entusiasmo en esos intensos días de la guerra.

Es probable, aunque no hay constancias directas, que los rumores que vinculaban a Muñiz con la «conspiración» pudieran haber tenido origen en esa crisis de identidad que sacudió en la profundidad al CARI y, además, en la posición cuidadosamente adversa que el presidente del Consejo tenía respecto a la decisión militar y diplomática de desembarcar en las Malvinas.
Con la ofensiva final lanzada por los británicos en los primeros días de junio, los analisis sobre el futuro que efectuó la embajada partían de un presupuesto elemental: las tropas argentinas serían derrotadas.
¿Qué pasaría en el futuro inmediato en la Argentina?
Los cables son profusos en análisis, magros en precisiones y llenos de errores de cálculo. Parecen más producto de trabajos teóricos que de información de primera mano. Entre tanta información, mucha de ella descabellada, sobresale la preocupación intensa de que los soviéticos pudieran sacar partido del caótico panorama que se abría entonces.
Cuando ya todo se derrumbaba, en un larguísimo análisis, la embajada americana concluye que el gobierno que seguiría a Galtieri, cuya caída descontaban ya sea en manos de los impulsores de una coalición cívico-militar o de los oficiales jóvenes forjados al calor de la guerra, daría lugar a un proceso de descomposición del régimen que precedería a la llegada de un gobierno civil débil, sobre el cual los militares seguirían teniendo una fortísima influencia.
«La alternativa a ese proceso —reflexionaba Shlaudeman— sería que emergiera un nuevo hombre fuerte, a la Perón, con políticas populistas. No estamos seguros si hay condiciones para tal posibilidad y, en este momento, no somos capaces de identificar a tal personalidad en el horizonte, concluía el documento.Hay algo seguro. Cualquiera haya sido el punto de vista que la embajada analizó en aquellos días, había un convencimiento tácito sobre la persistencia de la vinculación —e influencia— de Washington en los escenarios posteriores a la derrota argentina del 14 de junio.
Si hay algo en lo que no se equivocó Shlaudeman, sin duda, fue en este punto decisivo.

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