El Regimiento de Infantería 4

Guerra de Malvinas 1982

El Regimiento de Infantería 4

Regimiento de infanteria 4
Regimiento de infanteria 4 en Guerra de Malvinas

El Regimiento de Infantería 4

En esta oportunidad a mí me corresponde participar en las operaciones en Malvinas como oficial de inteligencia del Regimiento. 4 de Infantería; mi grado es teniente primero.

La misión del oficial de inteligencia es estudiar todo lo que tiene el enemigo, ver los problemas en tiempo y espacio que va a tener que enfrentar y en qué posibilidad el terreno lo va a afectar también para sus operaciones, y luego uno saca conclusiones.

Qué es lo que puede hacer, en qué oportunidad y con qué lo puede hacer para tratar de —con los medios que uno tiene— evitar que desarrolle esa capacidad.

Estaba en Buenos Aires capacitándome en una nueva especialidad en mi carrera, y luego del 2 de abril y todos los festejos y el alborozo patrio recibimos la orden de alistamos.

A mí, como a los demás cursantes, nos corresponden distintas unidades de acuerdo con el arma a la cual pertenecemos. Me tocó el regimiento que había sido mi primer destino cuando era subteniente y con él fui a Malvinas.

Fuimos bajando toda la costa hasta Río Gallegos y luego cruzamos a Malvinas.

Primero hubo problemas con la jefatura porque todos queríamos ir en el primer avión.
Por las dudas, nadie quería esperar porque estaba próximo el bloqueo y si alguno se quedaba, por ahí no embarcaba.
Realmente el jefe tuvo que poner su carácter para ordenar eso.

El jefe me asignó viajar con él junto con el oficial de operaciones que es otro asesor al cual necesita tener cerca y llegamos un día espléndido pero de mucho, mucho frío.
Nos sorprendió el panorama muy pintoresco, el faro, aunque ya nos habíamos sorprendido antes del aterrizaje: las islas eran inmensas y había montones de islotes de todo tamaño.

Si bien en Comodoro o Río Gallegos había actividad intensa y uno entraba en el vértigo del ambiente de combate, llegar a Malvinas me causó una conmoción diferente. El aeropuerto estaba totalmente rodeado de tropas en posición, había tres o cuatro aviones desembarcando al mismo tiempo, distintos tipos de unidades.

A medida que llegaban se iban despidiendo los contingentes a marcha o con los equipos en camión hacia adentro de la isla.

Tuve la suerte de que el jefe me diera la misión de hacer un contacto en la casa del gobernador.
Ahí por primera vez realmente vi la bandera.
Fue una impresión muy particular y a través de lo que vi en las revistas, en seguida identifiqué el lugar donde cayó el capitán de Marina Giacchino.

Bueno, solamente un soldado puede comprender completamente a ese héroe y a esa bandera y lo que significan. Este fue el primer golpe emotivo. Si ese hombre cayó veníamos para dar el mismo tributo.

Tenía conciencia y estaba convencido de que íbamos a dar combate.
Tanto es así que las previsiones del jefe, lo digo sinceramente, fueron muy acertadas.
En ese aspecto, pues, con miedo a que cayese algún avión distribuimos todo el equipo de forma de que en cada avión fuera un jeep, un cañoncito, un morterito, unos soldaditos de la pieza, un poco de fideos, un poco de arroz, munición, o sea todo repartido en cada avión.

Nos alejamos del aeropuerto unos tres kilómetros y nos tomó la noche en un lugar donde había unos barcos hundidos.

Ocupé lugares de descanso muy precarios, llovía.
Fue dura esa noche precisamente porque recién llegábamos, pero gracias a la previsión de repartir teníamos una cocina para nuestra comida.

A la madrugada siguiente empezamos una marcha de infantería pura con equipos, hasta cerca de Bahía Agradable —el cerro Wall— a unos diecisiete o dieciocho kilómetros.

En ese lugar nos encontramos con unas tropas del Regimiento de Infantería 12.
Nosotros teníamos inicialmente la misión de cruzar a la otra isla, a la Gran Malvina, pero empezaron a llevar el Regimiento 12 con los helicópteros a Darwin y nosotros quedamos allí dominando Puerto Harriet y Bahía Agradable o Fitz Roy, no sé con qué nombre lo conocieron acá ustedes a través de la prensa.

O sea que estábamos asentados en los montes Wall, Challenger y Kent; este último es un monte totalmente dominante, como si fuese una cortina gigante que uno tiene adelante y que impide ver el otro lado de la isla.

Quedamos como reserva helitransportada; una compañía mi se desprendió para reforzar las posiciones de otras unidades en otros lugares de la isla y quedamos un poco disminuidos.

Sobre todo porque nos agarró el bloqueo aéreo inglés con gente nuestra en Río Gallegos, con equipo que nunca pudo llegar a la isla.

Estábamos dominando —digamos— toda la isla, mirando hacia la Antártida. Apenas llegados, a altas horas de la noche, después de la marcha hasta esta zona que era totalmente anegadiza, tratamos de armar algún lugar donde dormir.

Yo puse varios cajones de munición y dormí ahí, otro durmió arriba de unas bolsas de papas, otro durmió en un montón de piedras, otro se pudo poner en alguno de esos vehículos que nos habían quedado. Se dispersó la gente y se pasó al descanso.

A las cuatro de la mañana recibimos un ruido, primero muy distante y luego atronador.

Pasó muy cerca, no dio tiempo prácticamente a reaccionar; había una neblina muy espesa en la zona nuestra. Al rato escuchamos unas tremendas explosiones y nos dimos cuenta de que habían bombardeado la zona de Puerto Argentino.

Fue el gran bombardeo del 1 de mayo al aeródromo. Toda nuestra carga pesada que había quedado en el aeródromo, esperando ser movida, fue tocada. Perdimos material importantísimo. Había prioridades y nuestra carga quedó, pues se habían estado moviendo piezas antiaéreas con los. helicópteros.

No olvidemos que había que cruzar muchos ríos, bahías, y de los caminos. ni hablar. Nosotros el 1 de mayo empezamos a ganar la altura, mantener las posiciones, explorar, reconocer, tomar todos los contactos propios de un comando que está emplazándose. Reconocer las costas: un lugar muy, muy difícil. –

A partir de ahí se tomó más conciencia de la gravedad de la situación. No nos olvidemos de que nuestra unidad estaba totalmente al descubierto por el hecho de haber llegado a la noche a ese lugar. Ahí nomás se dio la orden de ocupar ciertos cerros y tratar de reforzarlos.

Teníamos problemas administrativos por el material destruido en la pista y los aviones que no habían pasado, y debíamos replanteamos muchas cosas. Inclusive adecuar la gente y todo a otras alternativas y usos, a lo que teníamos.

La unidad quedó un poco desinflada en medios, pero se empezó a recuperar munición con apoyo de otras unidades y fuimos recuperando material que nos fue consolidando más en las posiciones.

Aparecieron los barcos y tiraban; nosotros observábamos el combate aeronaval. Veíamos los barcos, avisábamos en qué rumbo venían, la distancia, cuántos eran y, si podíamos, dábamos las características. Esto lo hacíamos mediante radares y observación. Informábamos a Puerto Argentino y de ahí se tomaban las previsiones.

De noche evidentemente la fuerza aérea no operaba pero se fueron tomando una serie de medidas con cañones y artimañas. Los barcos, con el tiempo, empezaron a cuidarse algo. Nosotros estábamos a siete u ocho kilómetros de la costa y esos barcos operaban con helicópteros elevados. Siempre los tenían.

Los veíamos sobrevolar y empezábamos a hacer una contrabatería eficaz, tal es así que nos daba risa ver en el radar al helicóptero subir, bajar, cambiar de posición, porque venía espiando a ver adónde podía estar el cañón.

También en las costas estaban previstas avanzadas de combate, grupos muy reducidos realmente muy valientes que se adelantaban hasta ocho kilómetros, todos los días y todas las noches, para tomar contacto con los ingleses por si hubiera desembarco.
Eso fue muy duro, porque el camino a la costa era tremendamente difícil.

Después de la caída de Darwin, no puedo precisar realmente la fecha, hubo una serie de informes que nos advirtieron dónde estaban los ingleses.
Estaban avanzando a unos veinte kilómetros de nosotros.

Más allá de nosotros y hacia los ingleses, si bien había tropa nuestra, eran grupos reducidos que más que nada tenían la misión de dar la alarma e informar. Por nuestra parte, tuvimos una serie de experiencias, como encontrar restos de patrullas de comandos y elementos de ellos muy cerca de nosotros.

No se daba el combate por casualidad, al no encontramos, frente a frente, pero encontramos, como dije, residuos que indicaban que por ahí andaban.

Ya sabíamos que los ingleses estaban y que lanzaban—igual que nosotros— gente para informar. Estas patrullas siguieron un poco así, sin combates, y la artillería todavía no la sentíamos, excepto la de los barcos que venían de noche; o de día cuando había neblina y seguían tirando.

En esa época empezaron a aparecer —y nos tiraron— los misiles antirradar, los antirradio, y a la vez empezaron para nosotros las limitaciones en el uso del radar y de la radio. También teníamos grandes interferencias, inclusive nos insultaban los ingleses. Aparecen ciertos elementos que nosotros no teníamos.

Pero no pensábamos que nos iban a vencer.
Nos decíamos: «Contra nosotros no van a poder».

Con los que yo hablaba, la idea general era: había que darles con lo que fuera, con piedras o con lo que fuera.
No teníamos malas armas, pero esas armas imponían un cuidado mayor que en el continente, por la gran humedad.

Inclusive el frío cambiaba muchas cosas, como sucede con un coche. No es lo mismo tenerlo en Buenos Aires que estacionado en Ushuaia.

En el monte Kent había una fracción destacada que se tuvo que replegar con los ingleses realmente pisándoles los talones. Llegaron a nosotros con los ingleses en los talones. Los nuestros iban por una punta del monte y los otros iban trepando. Esa fracción no tenía, por efectivos como por armas, capacidad de responder a un ataque importante.

A esta altura nuestros comandos ya habían entrado en combate con los ingleses en muchas oportunidades, pero por suerte se recuperó mucha gente: herida y todo, pero viva.

Los Harrier iban y venían, aunque más sobre Puerto Argentino; los barcos sí nos daban de noche y, como dije, descubriendo restos de los comandos ingleses cerca de nosotros, Tal era la situación. Ya se habían perdido helicópteros que nos restaban capacidad, y se habían perdido buques como el «Carcarañá», el «Isla de los Estados», el de Prefectura.

– Los comandos nuestros que actuaban en la profundidad del enemigo nos hablaban de tremendas rutas de helicópteros ingleses. Ya sentíamos los helicópteros próximos en las noches cerradas sin viento.

Un día, a las ocho de la noche, llegó nuestro jefe, que había bajado al pueblo para una reunión de comando, y nos impuso la situación. Se apreciaron todas las posibilidades y no quedaba otra que pelear retrocediendo o arriesgarse a que nos agarraran justo en el repliegue y hacernos fuertes en los montes Two Sisters y Harriet, y resistir allí.

En Harriet ya teníamos pequeñas fracciones, es decir, esto es como las manos. Uno pone las manos para que no le peguen en el cuerpo. Las manos de Puerto Argentino éramos estos grupos, pero en el momento en que una de esas manos siente que quema, para ese lado se mantienen las mayores prevenciones. No irse de boca pero pensar y tratar de apreciar por qué el enemigo va por ese lugar.

Se tomó la decisión de hacer el cambio de frente y dirigirse a Two Sisters y Harriet, donde el regimiento daría el combate. El repliegue hacia allí debía ser tipo relámpago. Se decidió qué era lo que no servía y salir con todas las armas, munición, medicamentos —en fin, el equipo—, para lo que nos asignaron tres helicópteros.

La orden era mover de noche todo lo que se pudiera y reunir el material pesado en determinados lugares para ver si los helicópteros podían sacarlo al otro tipo de material, bajarlo hasta donde llegarían tres camiones, y luego bajar la gente.

Para colmo, a las diez de la noche, vinieron los barcos, empezaron a tirar y encima comenzó a nevar; así que realmente fue caótico.

Tuvimos que suspender durante dos preciosas horas la bajada de los cerros en la oscuridad, porque nevaba y los barcos estaban tirando. Afortunadamente después los barcos desplazaron el fuego hacia otro lado, la nieve acabó y quedó un gran colchón. A eso de las tres o cuatro de la mañana —no olvidemos que hay oscuridad hasta las ocho de la mañana— pudimos seguir bajando con la gente.

Con las primeras luces, la gente estaba cargando camiones y continuando a pie. Otra gente cargaba los helicópteros y nos quedamos con una pequeña defensa antiaérea. Aparecieron los Harrier cuando afortunadamente los helicópteros se habían ido, pero atacaron nuestras columnas de marcha.

Es decir, tropas reunidas en un camino, camiones cargados reunidos también —quiero decir en un lugar muy visible y expuesto—, y nosotros, desde la cima del cerro donde esperábamos los helicópteros, empezamos a disparar contra los Harrier. No sé si habrá caído alguno aunque le pegamos cualquier cantidad con munición trazante, pero no podemos decir que los hayamos visto caer.

Los aviones ingleses volaban día tras día, a cualquier hora, nos fotografiaban y ¡hasta les hacíamos caritas! Esa es la verdad. Nos atacaban con distintos resultados, especialmente sobre algunos depósitos y material. También nos volaron unos camiones y fuimos teniendo bajas pero por suerte y por entonces leves; o sea, heridos.

Volviendo al ataque de los Harrier que estaba relatando, tuvimos que suspender los helicópteros y la gente continuó replegándose, aunque fuera entre las piedras. Fue muy duro ese repliegue por todo el problema este, que es como que a uno lo encuentren en piyama en su casa.

Esa mañana mientras nos atacaban los Harrier, recibimos desde territorio enemigo un comando que era el único que quedaba de una patrulla. Nos informó con más claridad dónde estaba y qué movimientos había hecho el enemigo.

Este comando volvió realmente desgastado, hecho pelota, con toda la ansiedad por explicarnos lo que había observado. Los demás compañeros quedaron, no volvieron. Después, con el tiempo, se confirmó la muerte de algunos y otros aparecieron heridos en las líneas inglesas.

Ya en el monte Harrier nos desplazamos con frente a Darwin y a San Carlos. Ahí sí ya tuvimos nosotros combate de patrullas. Además esa misma noche ya nos estaban disparando con artillería de tierra o sea que, sí nos hubiésemos quedado en el otro lugar, en este momento no estaría acá; o sí, pero no hubiéramos tenido entonces la dignidad con que pudimos combatir. Porque uno va a llevarle gloria a la Patria, pero no va a morir porque sí. Uno quiere héroes vivos, al menos eso es lo que le pedía a nuestros soldados. –

En la madrugada siguiente una patrulla fue a la antigua posición nuestra, y ya estaban los ingleses allí. Tuvimos entonces nuestras primeras muertes; muertos que intentamos recuperar con otra patrulla pero al final no se pudo.

En todo momento, salvo cuando había fuertes vientos y nevaba, los helicópteros ingleses eran dueños de la noche y la artillería empezó a concentrar fuego sobre nosotros.

Tiraban una bengala y había una concentración en cincuenta metros cuadrados y así fueron batiendo los cerros.

La artillería inglesa nos podía batir pero nuestra posición le impedía batir a Puerto Argentino y en esa situación estuvimos aproximadamente diez días. Los helicópteros enemigos se veían a simple vista y la artillería descargó su mayor violencia sobre nuestras posiciones. Tuvimos nuevos contactos nocturnos de patrullas y combates entrecortados, dispersos y rechazados,

Así como nosotros teníamos comandos en ~ dispositivos, ellos tenían los suyos metidos en los nuestros. En esa gran extensión que cubríamos, como los dedos de una mano, quedaban claros: era imposible cubrirlos con esos efectivos.

Al regimiento le tocó realmente una difícil misión; era muy duro estar en la violencia de la artillería día y noche… Le tiraban al camión de la comida, le tiraban a la cocina, le tiraron… en fin tiraron a todos lados.

Pero también les contestábamos de vez en cuando con nuestras baterías, con nuestros morteros, siempre tratando de no delatar nuestras posiciones, pues ya sabíamos los radares que usaban: cuando tirábamos con morteros ahí nomás caían diez o veinte proyectiles en segundos. Ese fue un gran problema. Realmente era una lluvia de proyectiles ingleses.

Hasta ese momento teníamos cuarenta bajas. Nuestras patrullas, pequeños destacamentos dé diez o quince hombres, comenzaron a chocar con efectivos de cuarenta, cincuenta, sesenta hombres de ellos.

Era evidente que estaban acercando gente, y así como nosotros chocábamos a retaguardia de ellos, los ingleses a su vez chocaban a retaguardia nuestra con efectivos nuestros. Era como los tanteos iniciales en el box, o sea el primer round.

Les causamos muchas bajas a ellos; realmente era destacable la actuación de nuestros comandos. Nosotros recibíamos estas patrullas diezmadas, con sus heridos y sus muertos también. Pero los ingleses también salían con sus muertos y heridos y uno sentía la satisfacción de la revancha. Fue muy parejo.

Hasta ese momento la parte nuestra se mantenía bien y en las patrullas de nuestro regimiento actuaban soldados voluntarios, y en los comandos —por supuesto— eran todos oficiales y suboficiales.

Había muchos helicópteros de ellos; para nosotros mover la munición significaba tal vez tres noches sin parar—bajo el fuego y con la carga al hombro— subir al cerro mientras ellos cómodamente con los helicópteros llevaban el triple de munición en un ratito.

Un día de gran neblina hubo una serie de choques con el frente de las compañías nuestras; choques grandes en los cuales se empeñaban ya efectivos nuestros, importantes en hombres.

Esta neblina nos tuvo así unos seis días, que ellos aprovecharon y ya medio estaban tocando los flancos nuestros. lero el regimiento seguía resistiendo bien y empezamos a cambiar de posición ciertas fracciones.

Cambiamos las armas pesadas de lugar para evitar que con el conocimiento que obtenían por la mañana, les sirviese para tener éxito por la noche. Varias veces pasó que sus ataques cayeron al vacío, precisamente por estos cambios, así que se quedaron en nada.

Hicieron dos ataques a fondo; digo a fondo cuando se llega a la profundidad nuestra evitando el combate y tratando de golpear en el lugar último y más importante de los nuestros. Los rechazamos a cincuenta metros, con todo nuestro fuego, tirando con nuestros morteros.

Se nos metió este ataque como un puñetazo en el hígado porque evitaron la parte más fuerte. Entraron con una neblina terrible y ya no teníamos radar antipersonal porque el fuego enemigo lo había dejado fuera de combate, y atacaron pegando en el costado, en el lugar neurálgico de nuestro dispositivo.

En el primer ataque los «aferramos» al terreno y pienso que podríamos haberlos aniquilado, pero apareció la artillería de ellos y realmente fue imposible. No pudimos arrasarnos porque el fuego de artillería era tremendo. Eso pasaba siempre: a veces teníamos solamente cuatro ingleses rodeados, y aparecía toda la artillería inglesa tirándonos.

Otro ataque se hizo una posición de nuestro regimiento a la derecha, pero de frente a nosotros; o sea otra vez trataban de vencer la resistencia pero los rechazamos. Esta vez pegaron en una posición muy fuerte que teníamos, pero a Dios gracias fue rechazado nuevamente con éxito.

También hicieron una maniobra de distracción contra nuestro puesto de comando, que rechazamos. Aparecieron también barcos tirando, pero les falló, porque el ataque que chocó de frente contra la posición que mencioné fue. rechazado, como dije.

El teniente primero C.A.A. estaba al mando de la compañía que rechazó el ataque principal. Este comando era muy fuerte, tenía coheteras hechas con restos de un Pucará, ametralladoras; estaba super reforzada, y tenía además una cosa muy homogénea.

Hay un detalle en este ataque que vale la pena mencionar. Después de rechazar el ataque al puesto de comando, como ya dije, nos dimos cuenta en ese momento de que los ingleses habían aproximado gente a «caballo» de la costa y que ya, por nuestros efectivos, no podíamos ocupar esas posiciones. Empezamos a recibir fuego de artillería también.

Un comando —el capitán J.E.J.— aislado, solo entre los ingleses, consiguió llegar a la parte superior del monte Kent, ubicar y contar todas las bocas de fuego. Nos tiraban treinta y dos cañones, Realmente meritorios eran los comandos. Eran sin duda tropas especiales, gente que vive más allá de la vida y de la muerte, encomiable.

Bueno, volvernos a la gente que se había aproximado a «caballo» de la costa y de donde recibíamos fuego.
Empezamos ahora a recibir fuego de armas más livianas, es decir, empezaron a acercarse morteros.

Nos estaban tirando desde tres kilómetros, y con ellos a unos pocos metros menos, nos podíamos batir con ametralladoras.

Bajamos y hubo varios choques de grandes efectivos rechazados, sobre todo en el otro cerro, no en el que yo estaba. Esas noches fueron todas de pequeños o grandes combates pero, sobre todo, permanente fuego de artillería día y noche.
Hasta las ocho de la noche la artillería de campaña, y aproximadamente desde las veintidós empezaban los barcos.

Tres, cuatro, con una velocidad de disparo tremenda. Tiraban al cerro, como pegando a una pared. Corrían treinta metros, tiraban ahí y otros treinta metros y volvían a tirar, cuadrado por cuadrado.

Era como una máquina automática: tá,.. tá… ta… tá, pero contra el cerro, así que uno vibraba todo.

Realmente vibraba y caían piedras.
A eso hay que agregarle los Harrier, que también aparecían.
A partir del dos de junio llegamos a estar por las noches sesenta por Ciento levanta. dos y cuarenta por’ ciento durmiendo.

Bueno, volviendo nuevamente al tema de los morteros que acercaron esa noche, ya nos complicaba más porque ésta es un arma que, si no se tiene un radar, es muy difícil de detectar, pues se escucha menos y a uno le sorprende el proyectil.

El teniente primero C.A.A., que como relaté, resistía el ataque principal desde otra posición, empleando el fuego de todas sus armas, dio vuelta un mortero y empezó a disparar bengalas permanentemente a los ingleses que nos atacaban a nosotros en el puesto de comando del teniente coronel.

Así que pudimos rechazar y definir mucho mejor, pero ahí nomás sobre las bengalas empezó a tirar artillería de ellos y, debo decirlo, con eficacia «excepcional» como dice Nimo.

Porque la artillería es raro que pegue sin dispersión y esto sucedió como si pusieran el dedo en un lugar y ahí caían cincuenta proyectiles.

Eso se debe a equipo y también a entrenamiento.
Con una tropa con mucho tiempo de instrucción, nosotros también lográbamos eso.
No hablo de cadetes del Colegio Militar o suboficiales, que a ésos uno los tiene en un camión con todos los morteros desarmados y en un lapso de un minuto, a más tardar, están abriendo fuego.

A través de estos ataques sacamos mucha experiencia sobre los equipos que convenían; corrimos también nuevamente las armas y reforzamos con tropas.

El teniente primero C.A.A., a su vez, estaba bien en contacto con el enemigo, tan en combate casi cuerpo a cuerpo, que trataba de replegar heridos y romper el contacto para poder tirar con armas pesadas.

Logró hacerlo, y así pudo rechazarlos. De esa forma, tirándoles con sus propios morteros y ametralladoras.

Previamente, había habido combate hasta a diez o quince metros, inclusive heridos nuestros quedaron entre los ingleses, se hicieron los muertos, y gracias a Dios los tenemos acá. Ese fue el segundo ataque.

No voy a hablar del estado espiritual que teníamos y de los capellanes que había.
Ellos ven una dimensión humana tal vez mayor y superior que la mía, que soy combatiente.

Yo miro mucho a la gente, me gusta ver las reacciones y ya a esa altura yo tenía idea de cómo actuaba el personal y evaluábamos con el jefe del regimiento dónde podríamos tener problemas y de qué modo los oficiales de la plana mayor nos haríamos cargo de distintas situaciones.
Ya a esa altura tratábamos de modificar lo que la experiencia nos decía.
Tácticamente no aprendíamos nada, pese a que, como dije, notamos que tenían una precisión en los fuegos muy superior a nosotros.

Ellos tenían mucho equipo para la noche y eso lo advertíamos. En los choques diurnos de patrullas salíamos bien. Tratábamos de ganar el día para, ahí, poner las cosas en claro con los ingleses. Siempre nos iba bien ahí.

En ese momento teníamos’ raciones encima para cinco días desde el jefe al soldado (me dicen que las raciones las habían hecho en la Rural), porque ya realmente la cocina no iba más, ya nos habían bombardeado el camión tres o cuatro veces.

Ya no los teníamos desde el monte Wall y el Kent solamente, sino también desde nuestra izquierda. Nos estaban amenazando, pero igual el regimiento tenía que quedarse.

A retaguardia, a unos cinco o siete kilómetros, teníamos un batallón de Infantería de Marina —el 5— que sería nuestro apoyo, de existir un repliegue.

Cambiamos nuevamente las armas de lugar sobre todo las más pesadas y empezamos a preparar ese flanco amenazado.
Pero era difícil iniciar una obra, inclusive por el desgaste del personal. Muchas veces no iniciábamos una obra por el hecho de cuidarlos un poco más, para que estuvieran más enteros para la noche.
Durante el día prácticamente no dormíamos por la artillería y durante la noche, menos—dos o tres horas de sueño—, por el combate.

Esto no se notaba evidentemente pero para esa época teníamos un desgaste no en lo espiritual, pero sí en la parte física.
Lo notaba en cosas como que a un hombre se le mojaran los borceguíes y se los dejara, no tratara de secarlos; o cuando el hombre no se toma la molestia de tratar de calentar la comida aunque cueste, cuando al hombre tal vez se lo ve un poco callado.
Tengo que decir que la violencia de la guerra ya era total en nuestro caso.

Ya a nosotros no nos faltaba nada a ese respecto, pues para esa fecha, alrededor del nueve de junio, estábamos viviendo la totalidad de la guerra.

Era una guerra abierta, con todo, vivíamos en combate.

En todo movimiento de efectivos que hacíamos nosotros, que tenía que ser al descubierto en los valles, cruzar de un cerro a otro u ocupar posiciones en los lugares adelantados, nos tirábamos mutuamente.

Es decir, un hostigamiento total. Había mucho combate, con entrecruzamiento de fuego de ametralladora.

Eran combates de fracciones, secciones, que chocaban con los ingleses. Se aproximaban también helicópteros y les respondíamos con fuego de ametralladoras antiaéreas.

Ya no solamente escuchábamos la artillería sino que veíamos los hombres, las armas automáticas. Ya sabíamos dónde vivían, quiénes eran y dónde hacían la letrina.
Y ellos también de nosotros.

En esa situación yo creo, supongo, todos habíamos encomendado nuestras almas a buscar una dignidad por la cual vivir.
Lo que significaba que teníamos que estar preparados para las más duras circunstancias.
Eso se hablaba con los soldados y el teniente coronel ya había recibido una orden terminante de nuestra situación y de lo que de nosotros esperaban.

Esto no quiere decir que se debiera pensar en morir sino en vivir en una patria digna, importante. Sí: teníamos que tener una clara conciencia de que había que batirse hasta el final. Se habló con el jefe del regimiento de esto y pensamos que no nos íbamos a replegar mientras pudiéramos pelear.

Y lo íbamos a poder hacer, lo más importante, manteniendo las armas pesadas, de las que no queríamos desprendernos. Si nos replegábamos, temamos que ir por un caminito batidos totalmente por los ingleses y sin armas pesadas.

En ese caso íbamos a tener que pelear con FAL contra cañones, morteros y todo lo que pudieran poner los ingleses.

O sea, el general J. esperaba de nosotros, y el teniente coronel lo sabía, que no nos replegáramos mientras hubiera una posibilidad de no hacerlo.

Yo estaba en un agujero de piedra, a cuatro metros de mí había dos soldados en otro agujero de piedra arriba un cabo y así seguía.

Eramos los hombres de las cavernas y compartíamos, es decir, uno prendía un fueguito del lado donde no podían ver los ingleses —para evitar que nos tiraran— y en una lata de aceite de cinco litros poníamos una o dos raciones, no importa de quién.

Era vida colectiva, otros tiraban un poco de polenta y comíamos a cuchara, todos reunidos, o nos pasábamos la lata si había mucha artillería.

Tomábamos agua del lugar, había agua de charcos, agua elevada. Nuestra gente, nuestro regimiento, se hizo a la vida dura y no nos pasó nada.

No tuvimos colitis, disentería, tiada, nada. No teníamos ni resfriados, eso es lo que más sorprendía: que en ese clima realmente duro, ‘no tuviéramos ni un resfriado. Nadie vino a decirme tengo gripe, me duele la cabeza. Sí tuvimos algunos que tuvieron enfriamiento de los pies e inmediatamente, bajo el fuego, se los evacuó.

Justamente hay un capitán por el que tengo un sentimiento muy especial realmente de admiración. Este hombre era logístico, un hombre que está a retaguardia llevándole a la primera línea todo lo que sea posible, todo lo que necesite; aunque uno pidiese lo más descabellado, este hombre aparecía con algo.

Así apareció con las coheteras del Pucará que, como creo ya dije, usaba para disparar la compañía del teniente primero C.A.A. en una adaptación casera y de ingenio, pues son de avión. Hasta con cacerolas inflables hubiese aparecido.. – con cualquier cosa.

No nos olvidemos de la situación crítica en la que llegamos, cuando el bombardeo del lo de mayo destruyó gran parte de nuestro equipo en el aeropuerto, y cómo terminó combatiendo el regimiento. Todo eso se debe a este hombre que nos trajo de todo, nos amontonaba cosas, no nos alcanzaban las manos con que tirarles a los ingleses.

Ese era el capitán J.R.F. Este hombre, además, no obstante ser logístico, tomó un jeep de evacuación y llevaba heridos e iba rezando el Rosario de vuelta—bajo el fuego— con los heridos. Y créanme que para un herido que está asustado o lo que sea, en ese momento la palabra de Dios es importante.

Estos actos se transformaron en algo diario. El soldado que venía con un tacho de comida también era un héroe porque llegaba en una de ésas con la manija sola o con la polenta llena de tierra de las explosiones.

O por ejemplo, el soldado S. que en el ataque nocturno que conté que rechazamos, se prendió a una ametralladora y no lo podíamos bajar ni después que se habían ido los ingleses. Seguía tirando. Y el día que aparecía un Harrier, mejor estar en cualquier lugar menos cerca de la ametralladora esa, porque él giraba tirando para todos lados. El único lugar seguro era detrás de él. El combatía contra el Harrier y se olvidaba del mundo; este soldado era un ejemplo.

Y ni que hablar de la «picardía» de muchos de nuestros soldados. Nuestros víveres calientes, es decir, nuestros zapallos, arroces, fideos, estaban a retaguardia, a muchos kilómetros, porque le tiraban tanto a la cocina que cuidaba mucho ya la comida.

Entonces cuando uno traía víveres, traía tal vez mil kilos y llegaba siempre menos porque la diferencia quedaba entre los cargadores: se llevaban su paquetito de polenta, de arroz, de fideos, cada uno la mejoraba a su manera y nosotros hacíamos la vista gorda.

Y con respecto a los cigarrillos —yo no fumo nada, aunque ahora sí porque estoy muy aburrido en el hospital—, era una cuestión muy colectiva. El que sacaba cigarrillos convidaba a todos sea quien fuere, jefe o no jefe, no había problema. Y el soldado estaba permanentemente pegado con las múltiples anécdotas y todo lo demás. Pero sí puedo decir que el cuerpo estaba fatigado, no la mente ni el corazón, pero el cuerpo sí.

El día 12 de junio, creo que fue el 12, ya los veíamos venir; ya habíamos visto efectivos grandes después del desembarco inglés en Bahía Agradable; también nosotros habíamos pedido que atacaran a esos barcos porque los dominábamos con la vista.

Este desembarco fue atacado por nuestra aviación, como se recordará, y como digo, nosotros pasábamos información de lo que veíamos.

Ahora sabemos que los ingleses trajeron ahí tres regimientos. Una tarde localizamos fracciones que avanzaban y los rechazamos con artillería y morteros. No sé si habrán sido de esas tropas o de otras enemigas. ,Para nosotros en ese momento eran todos ingleses para el otro lado.

Después sí, al caer herido y prisionero me fui informando de muchas cosas que me dijeron ellos mismos, como qué gente venía marchando, quiénes desembarcaron. En fin, me fueron completando el panorama de lo que había pasado.

Bueno, así llegamos al 12 de junio, al que sería el combate final para mi regimiento, algo desgastados. Dormíamos acurrucados y cuando se oía un disparo o una bengala salíamos porque más allá de todo uno es director, conductor, pero éstas son cosas naturales de la guerra.

Llega como digo el combate final, que empezó con ráfagas del lado de la costa pero abajo del cerro nuestro, creo que fue el 12 repito, después me dijeron en el «Uganda» que era el día en que había venido el Papa; ahí me enteré que había venido y por supuesto debe haber venido Dios con él.

Antes de seguir voy a resumir un detalle que olvidé decir. Otra vez habíamos cambiado las armas de lugar apreciando más o menos lo que los ingleses pretendían.

O sea de acuerdo con lo que el enemigo pretende, el arma no se puede poner en cualquier lugar. Se busca que tenga la mayor protección posible, la mayor posibilidad de disparar, de cubrir la mayor cantidad de terreno posible, aunque siempre va a haber ángulos muertos.

Por ejemplo: si yo estoy en una ventana veo muchísimo, pero no veo pegado a la ventana. Ese es un ángulo muerto. Las armas que se cambiaban eran las MAG, los morteros y las 12,7. La 12,7 es una ametralladora que se ve montada arriba de los tanques; son las ametralladoras grandes, muy pesadas.

La MAG lo es menos, pero lo que pasa es que la MAG tira mil disparos por minuto. Una MAG reemplaza a un montón de fusileros. O sea que esa MAG vela por diez hombres o veinte o treinta que hay en la sección, pero hay una 12,7 que vela inclusive por la MAG. Esa es la importancia de la 12,7 que, además, es antiaérea.

Cambiar de posición las armas es aparte de lo que expliqué buscar un lugar, otro lugar dominante desde donde se pueda atacar al enemigo sorprendiéndolo, tal vez por un flanco; es decir, hay que tratar de no ir a la «cara». Si se lo agarra por la espalda, mejor, que ésa es la ley de la guerra. Uno trata de evitar el mayor daño propio posible y provocarle los mayores dolores al enemigo.

Así que corrimos, como digo, otra vez las armas pesadas y con una oportunidad increíble. Muchas veces uno aprecia, pero no sabe con seguridad si el inglés va a hacer eso; afortunadamente esa noche, en este aspecto estuvimos muy acertados. En otras oportunidades fueron los ingleses los que nos causaron sorpresas a nosotros.

Nosotros teníamos nuestras vulnerabilidades: estar muy distanciados de Puerto Argentino, ser un efectivo desparramado en un amplio frente; pero dados esos medios y lugar geográfico, tenía que ser así. La misión que se nos había dado era rechazarlo, desgastarlo, provocarle el mayor dolor de cabeza al enemigo.

Lo que queríamos era provocarle tanto daño que los ingleses se parasen con la bandera blanca en el monte Kent y ya no quisiesen saber nada más, más o menos eso. No pudimos y al fin levantamos la nuestra, pero la realidad es ésa.

Vivíamos pensando en los detalles: el disparo, una luz, el fuego, el radar, ruidos de helicópteros; es decir, cada uno de nosotros era un radar en potencia. Nos consultábamos y las inquietudes llegaban a la plana mayor y al jefe, y evaluábamos qué estarían haciendo los ingleses en la noche.

Esa noche, la de nuestro combate final, estaba —digamos— en «corte y costura» haciéndome un chalequito para poner los cargadores, que iba a ser mucho más cómodo, y estaba cosiéndolo. Viene a ser, como digo, un chalequito para colocar todo: cargadores, pistola, etc. Entonces uno puede estar tranquilo comiendo y sin el peso de esos, más o menos, diez kilos.

Cuando empiezan los tiros, uno agarra el chaleco y sale corriendo para el lugar de los tiros. Sabe que lleva todo ahí y no el cinturón por un lado, la pistola por el otro y por ahí se olvida la linterna y todas esas cosas. Así que con una linda velita de dos centímetros, el último cabito que me quedaba, estaba de costurera, en realidad no lo pude hacer antes porque estaba mojada esa ropa: el «chaleco» era una vieja camisa mía.

Cuando estaba en esto, oigo: Prrr… prrr. -. prrr, es decir, disparos esporádicos como a cuarenta metros abajo. Me pareció que era más lejos sobre todo porque eran esporádicos, por lo reducido del fuego. Al rato, prrr. – – prrr… prrr. Ya por ahí dos ráfagas más, cortas, breves, abajo; ya estaban más cerca, a veinte metros.

O sea que ya podía ver entonces por una ranura del agujero donde estaba yo metido que era todo roca y me metía parado, como todos. Eramos ratas realmente, pero por eso pudimos aguantar tanto tiempo la artillería. Por una ranura, repito, traté de ver. Escuché también hablar como a trescientos metros de mí. Gritaban en inglés y gritaban en castellano para el lado donde teníamos los morteros pesados, siempre sobre la dorsal del cerro.

Esta sección fue la primera atacada y estaba a cargo del subteniente J. que ahora está en silla de ruedas, herido. Evidentemente fue una infiltración grandísima. Por los informes que tengo hasta ahora no puedo precisar exactamente el punto por donde entraron, pero sí sé que entraron por el flanco que teníamos totalmente cubierto, que era el de la costa que iba para Puerto Argentino.

Lo teníamos- minado, ese campo minado costó mucho tiempo, costó sudor, costó bajas, y se pusieron esas minas que pesan veinte kilos. Lo que pasa es que es como todo. Aunque a uno le pongan campos minados, si tenemos que atacar, atacamos igual y ya veremos por dónde pasamos.

Esa misma determinación —pienso— la tenían ellos. No nos olvidemos de que eran profesionales y actuaban como tales —hablo de gente seria que sabe lo que quiere y lo que está haciendo. No es lo mismo alguien que estuvo un año en la Facultad de Medicina que un médico recibido. Así que ellos actuaban correctamente, pienso, como queríamos hacerlo nosotros.

Pero esa noche empezó, como digo, ese fuego de distracción debajo de mi pozo y mi problema era que estaba muy próximo. Cuando miré, vi las bocas de fuego, aunque no me tiraban a mí, a Dios gracias, sino que tiraban más arriba hacia la izquierda. Pienso que era para distraernos mientras atacaban a los morteros en un silencio total. Y allí, además de las voces se escuchaban ya el bombazo de una o dos granadas, dos o tres ráfagas de ametralladoras; todo esto siempre en el cerro y no había luna todavía. Se notaba una confusión allá y evidentemente algo pasaba aunque no sabía exactamente qué. Allá, como digo, a trescientos metros.

Mi posición, o sea mi pozo, estaba detrás como de un escaloncito de un metro y allí estaba yo. Como a quince metros había una carpa de unos suboficiales que habían puesto ahí su equipo, porque realmente no entraba el equipo de uno en el hueco.

Entonces, vi que los ingleses que ya estaban a quince metros, evidentemente creyeron que en la carpa había gente y se engolosinaron tirándole y tirándole. Se acercaron más hasta que vi que estaban a dos metros de la carpa y, lo peor, que estaban ya casi a mi misma altura. Como yo arriba de mi pozo terna un poncho impermeable, pensé que el brillo del rocío me iba a delatar en la noche pues ya salía la luna y ellos mismos empezaban a tirar con bengalas.

Yo había preparado el chaleco con la pistola, los cargadores, dos granadas, y vi que estaban muy próximos. Cuando llegasen a mi altura me iban a ver, a mi me hubiese convenido que estuvieran más lejos para poder salir con más libertad. Además, yo no tenía un arma larga pues era el oficial de inteligencia y tampoco tropa a mi mando pues era un asesor del jefe del regimiento. Entonces, armé la granada y preparé la pistola. Ya estaban casi a mi altura, los escuchaba: estaban ahí no más.

Tiré entonces la granada hacia la izquierda y escuché plac… plac… plac… plac… y pensé: «No pasa nada… ¡sonamos!», y entonces, hubo un gran bombazo, ¡Brroooommmm! A Dios gracias.

Oí un quejido, un grito, una mala palabra o no sé qué—fue en inglés— y de ahí no salieron más tiros, pero ya había como cinco armas más tirando. Afortunadamente un poco desplazadas hacia mi derecha, y hacia ahí tiré cuatro o cinco balazos con pistola, así, rápido, prácticamente sin apuntar, en la oscuridad, entre las piedras.

Y me preparé a escuchar, ya que lo único que me quedaba en ese pozo era escuchar si alguien se aproximaba y tirar al cuerpo.

En ese momento escuché más abajo estas armas que estaban más arriba; o sea, se habían replegado al escuchar la granada. No sé qué habrán pensado pero se fueron para atrás.

Y ahí sí ya no eran los cuatro o cinco hombres que avanzaban sino diez o quince armas que abrían fuego. Ahí sí me empezaron a tirar porque descubrieron ¡ni posición por los tiros de pistola, porque con la granada no era posible. –

Tuve la suerte de que apareciera un correntino, no sé de dónde salió.

La cuestión es que éste no me vio —tan disimulado estaba mi pozo—, y me puso el FAP arriba de la cabeza.

Me dejó sordo. ¡Rrrrr…! Y le dije: «Escuchame ¡pará!» Casi me rompe los tímpanos.

Me acordé de toda su familia.

Le pedí el FAP porque yo tenía localizados a dos o tres ingleses que se habían puesto detrás de una piedra grande.

Me dio el FAP y empecé a tirar y el soldado correntino no entendió bien y se metió al pozo también.

Si yo apenas entraba parado, los dos estábamos calzados ahí.

Yo no podía echar para atrás el brazo para tirar y era un despelote los dos en el pozo. Entonces el milico me dijo:

«Mi teniente primero, yo creí que entrábamos los dos: voy a salir». «Si no me puedo ni mover», le contesté yo. Entonces le hice pie, salió de nuevo, le di el FAP, tiró él y salí yo; pero no podíamos movernos mucho porque la pendiente hacia atrás era tan pronunciada que no teníamos defensa.

Apareció en eso una 12,7 o sea el bendito soldado S. en acción y empezó a tirar, y a tirar, y a tirar’.

Yo paré entonces el fuego de FAP esperando ver de qué modo podíamos sustraernos y buscar una mejor altura. Pero junto a S. y su 12,7 empezaron a tirar desde aquellos trescientos metros de que hablé antes, con armas automáticas.

Primero pensé que, como nosotros teníamos tropas allí, nos tiraban equivocados, y después me di cuenta de que eran armas de ellos.

Así que la cosa se puso fea. Había dos cabos en dos pozos que estaban en la misma situación que yo había estado, sin poder salir y no podían ni agarrar el fusil.

Entonces agarré el fusil de uno de ellos, que tenía un problema en la vista, hice fuego y empezamos a replegarnos combatiendo hacia arriba, o sea respondiendo con el fuego al fuego y todo al descubierto.

Desde la posición de donde tiraba el soldado S. aparecieron dos o tres FAP más pero la que nos salvó fue su 12,7, que los obligó a los ingleses a meterse en donde Dios les diera lugar. Era impresionante cómo tiraba esa 12,7.

Y eso también hizo que el fuego no se concentrara sobre mi sino que se dispersara y así pude empezar a responder el fuego porque, como dije, tomé un FAL y el suboficial me dio cinco cargadores, que con dos de un soldado hicieron siete.

Además tomamos un cajón de munición que teníamos guardado. Destapado y todo listo para combatir.

Lo empezamos a correr y a combatir de costado. Es decir, no desplazándonos para atrás sino combatiendo contra los ingleses lateralmente, para ganar altura, siempre apoyándonos mutuamente: uno tira, el otro pasa; uno tira, él otro pasa.

Podría decir como en el cine, porque en el cine, en realidad, hacen lo que la guerra manda, aunque exageran —o pensándolo bien— se quedan cortos en algunas cosas. Porque he vivido cosas que no me las olvido más y que prefiero verlas en cine y no ahí.

Lo sorprendente de este movimiento es que nos tuvimos que organizar lateralmente porque nos tiraban desde abajo y desde arriba, así que de esa forma llegamos a la altura. Mientras fuimos avanzando lateralmente, S. seguía tirando y otros fusileros también.

Es decir, se va reforzando el lugar del ataque principal que ya veíamos que era un ataque muy serio.

En la posición que yo había abandonado, los ingleses tenían ya unas treinta bocas de fuego y en la parte donde me estaban tirando ya había advertido unas ocho.

Es decir, gente que venía avanzando por la altura, y a su vez, tratando en el medio de esto, de ganar altura, justo antes del puesto comando. Unos setenta metros, más o menos, gané de altura.

S. siguió tirando, escuché dos morteros descartables—son como una gran granada— que-le tiraban y al segundo pensé que le habían dado, pero al rato otra vez: ¡Rrrrr! – -. iRrrrr! y los ingleses de nuevo a tirarle.

Así transcurrieron las horas y el soldado S. reaparecía tirando. Es típico el ruido de la 12,7, en comparación con las otras armas.

Y era mi flanco, un flanco muy importante; el soldado S. me cuidaba ese flanco y me confié en él.

Apareció también el teniente A.G. con unos soldados; no recuerdo la cantidad. Me lo encontré en la media pendiente; yo ya tenía los dos cabos y cuatro soldados.

Entonces me fui al puesto comando para avisarle al teniente coronel cuál era la situación, aclarándole que ya no era un golpe sino un ataque definitivo.

Esto lo hice después de cruzarme en la pendiente con el teniente A.G. y sus soldados.

Los cabos y los soldados quedaron en posición, excepto el soldado G. que fue conmigo al puesto comando.

El soldado G. fue realmente mi guardaespaldas, porque los ingleses ya nos estaban tirando a dos metros de nuestras cabezas, como mucho, y correr ahí a través del cerro no era fácil. y. me cubría.

Llegué al puesto de comando que era un agujero grande con la radio, y el teniente coronel D.A.S. estaba hablando con el general J. Estaba dando la situación y explicando la necesidad posible de un inmediato fuego de artillería a pedido, con los cañones más grandes, los SOFMA.

El puesto de comando se encontraba a unos setenta metros del lugar donde dejé a los cabos con los tres soldados y me fui con G.

Ya había advertido que a mi izquierda, a unos cuatrocientos metros tirándose hacia un pequeño valle por unas grandes piedras —hablo de piedras de cincuenta metros por doscientos de largo—, se estaba combatiendo pues se veían las trazantes.

Es decir, se estaba generalizando el fuego. Desconozco qué pasaba en la primera línea, realmente.

Ya teníamos una idea de los efectivos que había en esta área, los que eran muy superiores a nosotros pues estaban calculados en unos trescientos a cuatrocientos hombres, por lo menos, ya vistos. Todos comandos ingleses. Luego de explicar la situación me volví adonde había dejado a los dos cabos y los soldados.

Allí observé que los ingleses habían avanzado más sobre nuestra izquierda. Por supuesto todo esto había transcurrido en una o dos horas.

Regresé nuevamente al puesto de comando e informé que yo aguantaba la situación en mi frente, pero donde no podía aguantar era en mi flanco, porque no tenía efectivos y yo ya recibía proyectiles a uno o dos metros de altura, lo que significaba que los ingleses habían avanzado la pendiente; porque primero, siguiendo la pendiente natural pasarían los proyectiles a unos veinte metros de mi cabeza pero pasando a uno o dos, estaban muy, muy próximos. Además, recibimos algún fuego de rebote de bala perdida de nuestra izquierda también.

En ese momento empezaron a caer bengalas sobre el puesto de comando y parecía «Alicia en el país de las maravillas» porque caían una, dos, tres, cuatro bengalas… Llegué a contar hasta catorce bengalas en el aire, una arriba de otra; parecía un arbolito de bengalas.

Regresé hacia mi posición, que estaba a unos setenta metros del puesto de comando y cuando había hecho unos cuarenta encontré a un cabo con dos fusileros, resistiendo desde la altura. Es decir, ya era. crítica la situación y mi problema era que me iban a cortar con el puesto de comando. Estaban tirando desde ahí no mas.

El teniente A.G. me dijo que necesitaba hombres y justo en ese momento recibimos más gente que venía en la oscuridad, del lado de los ingleses. Enganché otros más y le di dos al teniente A.G. y tres dejé a mi retaguardia, porque ya empezaba a dudar de la capacidad de resistencia ante semejante ataque de la parte izquierda que cubría el subteniente S. En esa zona era terrible el fuego, muy intenso. Todo señalaba ya el objetivo principal de ellos, con los comandos subiendo en todas direcciones. En primera línea escuché fuego intenso, granadas, ráfagas, fuego que disminuía, después aumentaba, en varias oportunidades.

Llegué a la posición confiando en que el regimiento se iba a poder replegar y ya éramos diez conmigo. Tenía dos heridos: un cabo, que tenía la cara llena de sangre y estaba desvanecido, lo toqué y a’ Dios gracias, sentí que pulsaba todavía; y un soldado con un balazo en la pierna. A los dos los retiré hasta una roca grande como una cama, que estaba a unos quince metros y volví a la posición y seguí tirando, y dirigiendo el combate. Los heridos eran el cabo D., y el soldado P.

En el lugar donde yo estaba los- ingleses habían puesto ciento cincuenta «monos, segurísimo, de entrada. Los habíamos visualizado por las bengalas; eran comandos, por el tipo de ropa y por las armas que tenían. El fuego era intenso y trataban de avanzar por la izquierda. Ahí les hacíamos- fuego reunido; yo ya tenía un hombre encargado de cada sección.

Acá debo señalar que al recibir gente vino un cabo con una bolsa, que era como una funda de almohada, llena de munición, y aparecieron – dos soldados con pistola. Al cabo lo subí a una altura de tres metros en la oscuridad porque tenía un visor nocturno, el que nos sirvió para ver los movimientos y los bultos. El cabo me avisaba que venían cinco o seis ingleses y como yo conocía muy bien la zona y me entendía con él, tiraba una trazante hacia donde me indicaba y les decía a los soldados que vieran la trazante y ordenaba fuego reunido sobre ese sector. O sea, el cabo los descubría con el visor y me decía: «Se acuerda dónde estaba tal cosa? Bueno, de ese lugar vienen tres ínglesitos».

Entonces tiraba yo la trazante y les decía a mis hombres: «Vieron todos? ¿Sí? ¡ ¡Entonces, fuego reunido! «

Los ingleses que intentaban avanzar estaban en el mismo cerro que yo, como en una saliente que quedaba enfrente de nosotros, que era como una mesetita más alta que el lugar donde estábamos. En el centro, había una gran roca en un pequeño vallecito. Los ingleses entonces se ponían ahí, porque les surtíamos por todos lados. Corrían y trataban de llegar e inclusive sorprendimos infiltrados abajo y les dimos con todo también. Otra vez se replegaron, los que pudieron, y alguno habrá caído.

También yo veía con alguna bengala todo el lateral derecho de ellos y veía que seguía subiendo gente y algunos que querían bajar. Es decir detrás del cerro, a trescientos metros, seguían subiendo pero cerca de mí, digamos a unos setenta metros, trataban de bajar para acaso rodearme por la derecha.

También ahí los estudiaba y decía a uno que tirara sobre una roca, a otro que tirara donde cayó la bengala y ni el nombre sabía de los soldados porque no eran míos. A uno le decía «petiso» o «correntino» y cada uno ~e las arreglaba para entender. No sé el nombre ni las caras, ni del cabo conozco la cara. Si lo encuentro en la calle no lo reconozco, y me salvó la vida, realmente.

Lo mismo el soldado G. que fue mi guardaespaldas; yo le decía: «G., vamos!» y G. con una habilidad tremenda venía y nos metíamos en la boca del fuego. Unas veces estuvimos planchados contra una roca de veinte centímetros y no podíamos movernos, ni siquiera una rodilla. Justamente la segunda vez que veníamos del puesto cuando nos dieron con todo: silbaban las balas y rebotaban en las piedras.

Volviendo a nuestra situación, nos habían tirado cuatro de esos morteros descartables pero pegaron a cinco o seis metros. Uno pegó justamente cerca de la piedra de los heridos.

Al soldado S. ya no lo escuchaba para esa hora y tampoco oía mucho volumen de fuego de la parte izquierda mía, o sea del- subteniente S. Era un fuego disperso totalmente, la intensidad del combate había disminuido excepto al frente, donde estaba el teniente primero C.A.A. con su compañía, desde donde se escuchaba un volumen de fuego mucho mayor. Se ve que pudieron cambiar de posición, porque estaban combatiendo muy fuerte; en fin, ignoro los detalles porque todavía no he hablado con ellos.

La cuestión es que seguí en el cerro, ya tenía los dos heridos y seguíamos resistiendo bien. En ese momento teníamos tres soldados a la retaguardia, tres FAL más conmigo que cambiábamos de posición en unos quince metros de frente por cinco, y el cabo con el visor y los heridos. Era un pequeño lugar que dominábamos bien.

Ya en ese momento en el monte Dos Hermanas había empezado el combate. Sobre todo una ametralladora que desde allí tiraba para nuestro sector que era el monte Harriet; ahí era donde nos encontrábamos combatiendo. En Dos Hermanas estaba otra de nuestras compañías con el oficial de operaciones que era el capitán C.A.L.P.

La distancia entre nosotros y ellos en el Dos Hermanas era de unos dos mil metros y vi, como dije, el fuego de esa ametralladora. Después ya vi un fuego generalizado de trazantes para el cielo, para abajo o rebotando y empecé también a escuchar fuego de armas pesadas —morteros y artillería—. El ataque a ellos no fue aparentemente coordinado con el ataque a nosotros.

La cuestión es que continuamos el combate. La piedra mía era tan chica como la altura de una silla, tanto es así que no podía siquiera arrodillarme y estaba totalmente encogido. Como la luna me daba sombra para la izquierda, entonces tuve que empezar a tirar como zurdo. Lo que fue algo nuevo para mí, que soy diestro. Debía evitar que la luna me delatara. Además, estos ingleses desgraciados veían como los dioses porque el fuego era realmente preciso: a esa piedra mía le pegaban por todos lados; aunque a Dios gracias a mí no. Yo veía el fuego en mi cabeza, por mis piernas, era todo fuego. Lo mismo, por supuesto, a mis soldados y por eso hacíamos pausa de fuego.

En momentos les hacíamos cinco disparos y nos metíamos de nuevo en el lugar, o si podíamos cambiábamos de piedras. Pero ya no teníamos el movimiento de poco antes. En ese momento se provocó un tercer herido. Yo no sé dónde le pegaron realmente, sólo escuché quejidos y quedó abajo, digamos, del cabo B., que era el del visor. Para cambiar el cargador tenía que recogerme en la piedra de espaldas al suelo y recogidas las piernas, hacerlo pegándome el cañón del FAL a la frente, para evitar que los disparos me hicieran blanco.

Estaba en esto cuando oí que gritaban: «¡Me tiran! ¡Me tiran1 ¡Mi teniente primero!» y vi a alguien que salía arrastrándose del lado de donde había dejado a los heridos y vi todas las trazantes que le llegaban. Creí que le habían dado todas. Veía la cortina de trazantes y la figura de él en la oscuridad —clarita— porque ya había luna, pero le pasaron por detrás. Se arrastraba rápidamente hacia la izquierda con la cola en el suelo y con una mano se impulsaba, no sé bien cómo lo hacía.

Me di cuenta de que era el soldado P. que había sido herido antes en la pierna, y yo había dejado junto al cabo herido y desvanecido. Por el tipo de fuego que escuché y la brevedad, pensé que era un infiltrado el inglés ese y me preocupó el cabo que estaba herido ahí. Que el otro herido era el soldado P. me enteré luego en el «Uganda» que fue cuando él me lo contó, porque yo no sabia —como dije— el nombre ni conocía las caras de antes.

En ese momento fui para atrás de esa gran piedra, que era como una cama. A lo mejor era también un argentino que estaba tirando mal pero lo que no me explicaba era qué había pasado con los tres míos. En ese momento advertí que del lado del subteniente S., el combate ya había cesado, a mi derecha ya no oía más al soldado S. y unos minutos antes el soldado G. me informaba que el puesto de comando ya se había podido mover entre los ingleses a otro lugar.

Después me enteré de que el subteniente S. había desaparecido; supe allá que fue herido en el combate pero no sé si falleció o no; tengo la esperanza todavía de que aparezca, Dios sabe por qué.

La cuestión es que en ese lado ya no se combatía, pero en Dos Hermanas sí se veía el entrecruzamiento de disparos. Yo, como dije, no me imaginaba qué había pasado con mis tres soldados de la retaguardia y me preguntaba qué había ocurrido con esos changos mientras combatía hacia el frente. Después desgraciadamente, incluso a través de los ingleses, comprobé que estaban muertos.

Pero en el momento pensé que era un inglés infiltrado o un argentino equivocado el que estaba tirando. Fui a retaguardia, aparecí en una piedra justo pegada al lado de donde tenía qué estar el cabo herido —que estaba no más— y sentí una ráfaga terrible que venía, pero me tiré para atrás y entonces la piedra la rechazó, pero uno me tomó el brazo izquierdo. Fue un inglés como a quince o veinte metros de mí; estaba en una piedrita agazapado. Tenía entonces un inglés adelante, ingleses a la derecha e ingleses alrededor.

Pero vi a uno solo. Me dio en el brazo izquierdo; pude medio recogerme, sentí como el golpe de un palo fuerte y me quedó agarrotada la mano, pero sostenía el FAL. Como a mí me quedaba una granada, la saqué y la armé, dejando la última chaveta —un segurito que se saca con el pulgar— y la metí en el bolsillo derecho. Hice un cambio de posición.

No nos olvidemos de que a mí ya me estaban tirando de la espalda donde no tenía ninguna cubierta y había recibido fuego de adelante. Hice unos cinco metros para ir a una piedra y caí. Quedé junto a un escalón de diez metros que se prolongaba por unos cien. Hasta los ingleses en el cerro y hasta el puesto de comando, se ha ese escalón.

Pensé que en ese lugar que había sombra, podía aparecer, listo para localizar al inglés por si se me había movido. Mientras tanto, los míos que habían quedado adelante seguían tirando y les pedí que me apoyaran, que iba a lanzar la granada, y cuando comenzaba a ver al hombre me sorprendió de golpe detrás de la piedra misma ver a cuatro ingleses. Pero no pegados a la piedra, sino que estaban a cinco metros como reunidos o algo así. Estaban, creo, sobre los tres soldados míos, muertos, porque era el sector ese.

Al ver a los cuatro, la reacción mía fue tirarles con FAL, pero no llegué a tirarles porque de abajo de ese escalón de diez metros que se iba después hacia el valle suavemente, vi ya tarde, la figura del tipo este: medio cuerpo le vi, y del estómago salió toda una estufa de cuarzo que se me vino encima.

Digo estufa de cuarzo porque fue toda una cosa roja que se me vino encima. Cuando lo advertí —algo me lo advirtió— y miré, vi que se me venía un mundo de rojo encima, que eran todas las trazantes que me tiraban. Ya fue todo en cámara lenta.

Ahí sí caí justo antes del precipicio y quedé colgadito. Digo precipicio pero era el escalón de diez metros y lo que yo recuerdo es todo en cámara lenta. Fue un segundo fatal —digamos— porque me di cuenta de que me habían dado porque estaba sin casco, con el fusil, y caí sobre las rodillas y los codos y pensé que tenía que evitar que me remataran.

Corrí —no sé bien cómo— hacia el frente donde estaba el del visor y caí.

Llegó el momento en que no daba más y caí y quedé entre dos piedras —a Dios gracias— bastante bien colocadas. Me quise mover y no «iba» más. Entonces le dije al cabo B. que saliera por donde pudiera con los dos soldados que eran los únicos que quedaban sanos, que trataran de salir y combatir, y de salvarse.

El cabo dijo que no, que no me iba a dejar y le dije que era una orden y que saliera, que yo ya estaba bien. Me iluminó el cabo y ahí me di cuenta de que estaba realmente tocado por todos lados. Este cabo empezó a gritarles a los dos soldados que me ayudaran, que me pusieran una manta y algo en la cabeza y él lloraba y me decía que no me iba a dejar y yo le decía: «Dejame, dejame que estoy con Dios; dejame rezar

Yo tenía una paz muy especial, me iba muy adentro y tenía un calor muy especial. Le hablaba como si Dios estuviese para mí solo y le agradecía todo. Yo siempre le había pedido a través de todas esas noches dignidad para cualquier cosa. Lo único que quería era dignidad para vivir y creo que me la dio y no lo digo para afuera sino que lo digo sinceramente.

Y fue así, me fui yendo lentamente, me sentía desangrar. Sentía el olor de la carne, realmente un «bifacho» tenía encima, las trazantes queman, y me iba, me iba… empecé a sentir una especie de silencio mayor. Evidentemente me estaba desvaneciendo. El cabo B. lloraba:

«¡Usted no se va a morir! ¡Usted no se va a morir, mi teniente primero! ¡Yo lo voy a cuidar! ¡Yo lo voy a sacar!», me decía el cabo.

Algo decía, que quería hacer una camilla. Pero estaba en el medio de los tiros y además ya los ingleses nos empezaban a tirar a ese lugar, que era un sector como de un pasillito del tamaño de una cama. Los ingleses nos tiraban descartables —morteros—, uno pegó y nos dejó sordos. A mí por lo menos durante tres días, hasta llegar al «Uganda» estaba todavía medio tonto. Porque pegó muy cerca, a dos metros. Después al llegar acá, al hospital, me enteré de que me cayeron esquirlas y se me metieron en las rodillas.

En el lugar en que uno está herido ve la sangre, siente, y uno se da cuenta ‘de que le empieza a entrar un frío: empieza a transpirar, transpira. Le repetí que me dejara, que estaba muy sereno, que no sentía gran dolor pero que me dejara, que estaba en paz. Y cl’ cabo no salía. Entonces le dije que bueno, que íbamos a jugarnos, si Dios lo quería, que se rindiera, que hiciera lo imposible. Pero el cabo no quería rendirse, quería sacarme a mí y lloraba. Lloraba a los pies justamente y me decía que no me iba a morir, que me iba a cuidar.

Ahora que lo pienso era dramático ese momento. Y el tipo me puso mantas y me acuerdo que le pedí agua y me dio whisky, me llenó la boca de whisky y me daba whisky…

Y adiós, telón, muy cerca ‘de Dios, lo juro por Él. Era un Ser que estaba muy pegado a mí, era el único Ser al que estaba confiado totalmente. Yo ya estaba desde hacía mucho tiempo despedido mentalmente de mi familia, creo que todos teníamos esa preparación espiritual. Eso lo hablamos con los capellanes. Creíamos todos hacer una gesta realmente gloriosa y en la cual no íbamos a fallar.

Después me enteré —con orgullo— de otros detalles de la acción de mi regimiento. El jefe se había ido hacia la primera línea, la compañía «B» del teniente primero C.A.A., con lo que quedaba del puesto de comando, para seguir dirigiendo las acciones.

Sé que a la madrugada vino un oficial inglés al cual me rendí y pedí que cuidara al cabo y a los soldados que me quedaban.

La idea nuestra fue siempre llegar a combatir de día porque ahí éramos más parejos, digamos; pero no pudimos llegar al día, por lo menos en mi caso.

La cuestión es que apareció luego el oficial inglés. Antes, en la oscuridad, apareció un comando inglés y se empezó a tirar también artillería- sobre nuestra zona.

Luego de una serie de vuelos en helicóptero, aparecí en el «Uganda». Allí, por primera vez hablé y tomé conciencia de todo lo que había pasado, o sea, volví realmente en mí.

Al primero que encontré fue a un subteniente M., que me saludó.

El estaba recién operado y es de los recién egresados del Colegio Militar, los que fueron egresados antes de tiempo. Una bravura tremenda los pibes estos realmente tenían todas las «chinches» en la cabeza. Hubo uno que hubo que doparlo porque habían pasado dos días y seguía la guerra para él.

También un soldado que estaba en la camilla de abajo, me preguntó si era el teniente primero J.A.E.

En el «Uganda» me dijeron también que había un señor de la Cruz Roja, un señor muy bien puesto, suizo después me enteré, que quería hablar conmigo.

Le dije que por favor no, por los dolores que tenía. No sé cuánto tiempo habré estado ahí, como en un pasillo; después me pusieron en una fila de camillas y pasé a una sala.

A mí ya me habían operado tres veces los ingleses. Ahí en la sala, antes de que me asignaran una cama, encontré al borde de la camilla a un argentino que me dijo que era el soldado P., si no me acordaba de él.

Me explicó, y era el que estaba herido, el que me avisó gritando que le tiraban.

Hablamos de las cosas que les gritábamos a los ingleses, de los insultos, y me contó que a él lo habían retirado de la zona, que habían llevado a todos los heridos y los muertos.

Me contó todo lo que me hicieron y no me hicieron, porque iba adelante de mí en la camilla. Así supe qué me habían hecho en San Carlos y todo eso. Como él estaba sólo herido en la pierna, estaba bien consciente. Por él sé el resto de la historia.

Después, a través de prisioneros y relatos de toda la gente que encontré en el «Uganda» y en los hospitales, fui enterándome de todo.

Estos soldaditos que estuvieron conmigo son de los que tienen los pies helados y el corazón caliente. gente del norte, muy sufrida, muy respetuosos. Gente muy adaptada, y sobre todo, corajuda.

Para cualquier cosa había voluntarios, no había problemas; hasta ir a buscar la comida entre la artillería era toda una proeza, y siempre había voluntarios. –

Ahí me encontré en total con diecinueve argentinos: cuatro oficiales, cinco suboficiales y diez soldados. Me enteré de muchas cosas que sucedieron en otros sectores de mi unidad, que desconocía.

También en el «Uganda» tuvimos un cura católico, inglés, que era un santo. Nos alentaba, nos venía a confesar uno por uno, nos hablaba, nos higienizaba.

Hablaba un castellano medio «indígena» y nosotros lo cargábamos.

Estuve antes de esto en distintas salas donde vi mucha gente de ellos, mucha gente en estado grave; evidentemente ellos tuvieron muchas bajas.

Los FAL nuestros eran de un calibre muy superior, que provocaban daños mucho más graves que las armas que usaron ellos.

No obstante, charlábamos con los ingleses, venían los enfermeros, nos hacían bromas, les hacíamos bromas a ellos; pero siempre inmóviles a merced de la medicina.

Me enteré también en el «Uganda» que el soldado S. había recibido justo el último descartable cuando ya estaba a tres metros de la 12,7, porque se había quedado sin munición. A la ametralladora 12,7 la destrozaron. Él, combatiendo, cortó camino entre las filas inglesas y llegó a Puerto Argentino.

También me enteré de los nombres de alguna gente que estuvo conmigo esa noche en el Harriet, cuyos rostros —salvo de dos— no reconozco. Por los apellidos trato ahora de localizarlos. El cabo B. y los dos soldados fueron tomados prisioneros y entregados sanos, y el soldado G. también está sano.

La compañía «B», que yo había supuesto que había podido cambiar de posición ya que se veía un gran volumen de fuego en su zona, había podido combatir a medida que se acercaba a Puerto Argentino hasta desprenderse de los ingleses y llegar al pueblo con una importante fracción de tropa.

El capitán C.A.L.P. junto con parte de una compañía también pudo combatir y replegarse desde el Dos Hermanas hasta unos cuatro kilómetros atrás. Ahí nuevamente dio frente junto con el Escuadrón de Exploración de Caballería -creo que X— del capitán R.A.Z., y aguantaron el ataque hasta, creo, el mismo día de la rendición.

RELATO EXTRAIDO DEL LIBRO «ASI LUCHARON»- (Carlos Turolo).

Guerra de Malvinas
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