Juan Alberto Villalba
Clarín, Sábado 6 de abril de 2002, Buenos Aires, Argentina
MALVINAS 20 AÑOS DESPUES:
JUAN ALBERTO VILLALBA
Nueve años después de Malvinas se puso el uniforme para morir
Entonces, el 9 de junio de 1991, Juan Alberto Villalba no pudo más. Se levantó temprano. Rescató del cajón de su voluntad deshecha el uniforme que había vestido alguna vez en Malvinas. Cosió sobre la tela verde, trajinada de tierra y quemada por el hielo de las islas, un par de botones viejos, negros, sólidos. Se puso el uniforme y le pidió a su madre que fuera a la casa de su hermana a visitarla. La mujer tuvo un atisbode prevención, una sombra de recelo. Pero igual le hizo caso. El ex soldado Villalba se encerró en su pieza. Como a las diez de la mañana, se sentó en la mesa familiar para tomar unos mates junto a su padre. Quince minutos después, estaba muerto.
Aún hoy Juan Villalba y María Lozano insisten que el gastado corazón de su hijo, que hubiese cumplido 29 años en julio de aquel año, se partió desguazado por la desdicha y el desamparo. Y también por la amenaza sombría de la sinrazón: nueve años después de la guerra, el ex soldado Villalba bordeaba la locura. Para algunos de sus amigos, en cambio, Juan optó por beberse de un solo trago la muerte y de una vez dio cuenta de toda la medicación que le daban para un mes en el Hospital Psiquiátrico de Campo de Mayo.
— Era un hijo buenísimo, el mayor de tres hermanos. Hizo el servicio militar en la Compañía de Ingenieros 10 de Pablo Podestá, y salió en la primera baja, en noviembre del 81. Pero el Jueves Santo del 82, el 7 de abril, lo volvieron a llamar. Llegó a Malvinas el 14 y volvió el 22 de junio. Mi hijo se fue cuando empezaba a ser un hombre. Cuando volvió, volvió sólo una parte de él. Ya no era el mismo. Jamás habló de la guerra. Le había cambiado el carácter. No es que se hubiera vuelto violento, pero sí vivía como contenido. Me llevó seis meses hacerlo hablar de Malvinas. Y dijo poco: lo del frío, el hambre, la escasez de elementos para pelear. Se despertaba a la noche y andaba como un sonámbulo por toda la casa. Miraba mucha tele y casi no dormía.
El ex soldado Villalba empezó a cambiar su carácter de manera más evidente en 1985. Se aisló. Trabajaba entonces en Techint, pero ya no salía de su casa. Pedía que le compraran los cigarrillos en el quiosco distante a media cuadra del que ya era su refugio, en la calle 9 de Julio del Talar de Pacheco. Tuvo que dejar el trabajo y la municipalidad de Tigre le ofreció otro, poco adecuado para un veterano de guerra: cuidar las tumbas en el cementerio local. Empezó a tratarse en el gabinete psiquiátrico del Hospital Militar y el 3 de diciembre de 1990, siguió minuto a minuto el alzamiento carapintada liderado por el entonces coronel Mohamed Seineldín.
—Se enchufó a la televisión. Pero seguía mal. Mi futuro yerno se quedaba a dormir con él para cuidarlo. Una noche, como a las dos, me golpea la puerta del dormitorio y me dice: «Don Juan, Juancito no está, se me escapó…» Lo encontramos atrincherado detrás de una parecita baja de aquí nomás. Decía que venía la guerra. Lo atendimos hasta que se durmió. «Estoy mejor» nos dijo. Cuando se levantó la madre lo llevamos igual al hospital. El médico le preguntaba: «¿Cómo andás, Villalbita?» Y él: «Bien, doctor…» Pero yo le decía al médico que no lo veía bien. Cuando los chicos del colegio de aquí enfrente festejaron con cohetes el fin de clases, se metió abajo la cama y pedía armas porque venía el enemigo. No lo podían sacar entre tres enfermeros. Volvió al hospital. Pero no andaba nada bien. Ese 24 de diciembre vino a casa, claro que estallaron bombas y cohetes, como siempre, pero no le pasó nada. En mayo del 91 empezó con que le faltaba el aire. Lo llevamos a Campo de Mayo y la semana antes de que falleciera le hicieron una junta médica. Le daban remedios, pero me parece que eran muy fuertes. El día que falleció, eran las diez y cuarto de la mañana, tomaba mate conmigo. Lo vi agitarse y los ojos se le pusieron en blanco. Me dí cuenta enseguida que lo perdía. Lo acostamos en la cama, pero ya estaba muerto.
Juan Alberto Villalba aún empuña su fusil FAL en una foto que veneran sus padres. Un diploma del Congreso Nacional cuelga de una de las paredes de la casa humilde. Los Villalba cobran desde 1996 la mitad de la pensión de su hijo: el sueldo de un cabo. Y a veces matean junto a los veteranos de Malvinas de Tigre, como lo hacía Juan.
—Pero hace falta que la gente tenga en cuenta a los veteranos. No hay oro en el mundo que pague lo que han perdido estos muchachos, que es su salud. Y hace falta que la clase política no sea hipócrita: los buscan y los usan cada 2 de abril. Y después se olvidan de ellos.